El olor del humo de Auschwitz tatuado en la memoria de dos mujeres en Ecuador

Eva Ehrenfeld, 91 años, y oriunda de Kosice, cerca del límite con Hungría en la antigua Checoslovaquia.
Gerti Zentner, 96 años, nacida en Praga en 1923.

El olor del humo de los cuerpos incinerados sigue aún muy presente en la memoria de las dos únicas supervivientes del campo de exterminio de Auschwitz que quedan en Ecuador, donde solo hace pocos años decidieron abrirse y contar el horror vivido.

«A los tres meses de mi llegada (al campo) escuchamos por la noche cómo sacaban a gente de otras barracas entre gritos y el Shemá Israel (principal plegaria del judaísmo). De mañana ya no quedaba nada, solo un humo feroz de cuerpos quemados», rememora Gerti Zentner, 96 años, en su domicilio de Quito.

Acompañada por sus dos hijas que la ayudan a entender las preguntas, esta sobreviviente nacida en Praga en 1923, mantuvo cautiva su historia hasta que un nieto tiró del hilo y logró desgranar un pasado convertido en tabú.

Este viernes encenderá una de las seis antorchas en memoria de los seis millones de judíos perecidos en el Holocausto, en un solemne acto en la Asamblea Nacional con motivo del 75 aniversario de la liberación del mayor centro de exterminio nazi.

Zentner era hija de un médico germanófilo oriundo de una población cercana a Alemania pero, tras la ocupación nazi de Checoslovaquia en 1938, la familia se desplazó a Pilsen, en la Bohemia checa.

El hecho de que su padre ejerciera como galeno, argumenta, ayudó a que en 1939 fueran deportados inicialmente al campo de Theresienstadt, donde se las ingeniaba para robar lo que podía para comer.

«Sabíamos que cada tres meses mandaban 10.000 judíos, llegados de toda Europa, en los transportes a Auschwitz-Birkenau», explica nonagenaria, entonces una jovencita de 15 años.

Cuando su nombre y el de su hermano aparecieron en un listado para ser deportados, ya no había nada que hacer, cree que debió ser a finales de 1942 entre unos recuerdos que ya comienzan a mezclarse.

Sí se acuerda de los «vagones de animales» en los que viajó al aciago campo, cómo les separaron entre hombres y mujeres, y aquellas personas que habían llegado tres meses antes a las que veía «melancólicas porque sabían que en tres meses les ejecutaban».

Tras su arribo a Auschwitz, el consabido procedimiento de despojarles de toda posesión, incluida la ropa, los «uniformes de rayas», las duchas frías, aquellos momentos en que debían esperar parados a que pasaran lista.

Y ese número, el 72896, marcado para siempre en su brazo izquierdo y que con los años ya aparece resquebrajado sobre su fina piel, como aquellos recuerdos indelebles que aún guarda aunque ya algo desfigurados en su mente.

A pocos días de cumplir seis meses en el campo fue llamada a «desfilar» ante la mirada del temido doctor Menguele, conocido como el «ángel de la muerte» por sus experimentos médicos con humanos y que se encargaba de seleccionar a los que aún podía trabajar.

«Me tocaba morir y me salvé. Por suerte, me mandaron a la (fila de la) derecha», afirma.

El destino la trasladó de las cámaras de gas a limpiar escombros en una fábrica cerca de Hamburgo y después al campo de Bergen-Belsen, donde se escondió en una carpa repleta de cadáveres en descomposición. Allí la rescataron las tropas británicas en abril de 1945.

A su marido ya fallecido y también sobreviviente de la Shoá, lo conoció a través de unos familiares en Auschwitz, donde perecieron su dos padres.

Y a Ecuador arribó en 1946, como otros muchos judíos alemanes y centroeuropeos que escapaban del infierno nazi y vieron en el país suramericano un anhelado refugio.

Hoy, Zentner es abuela de cinco nietos y siete bisnietos, que muestra con orgullo en una fotografía familiar como reivindicación de vida.

Interpelada qué se siente ante el pavor de la muerte, asegura con absoluta rotundidad: «No piensas nada, se te termina el seso, vives de un día a otro esperando un milagro».

Para Eva Ehrenfeld, 91 años, y oriunda de Kosice, cerca del límite con Hungría en la antigua Checoslovaquia, ese milagro o casualidades de la vida, también la acompañaron.

Con 14 años, se trasladó a Budapest con una tía para estudiar, hasta que en 1944 los alemanes tomaron la ciudad y regresó a su urbe natal ya convertida en gueto, con una estrella de David amarilla escondida para que no la detuvieran en el camino.

A su madre, que fue a ayudar a parir a una tía, no la volvió a ver después de que comenzaran las redadas y deportaciones, y a su padre lo vio por última vez en Auschwitz en junio de 1944, al poco de llegar al campo en el último tren procedente de Hungría.

«Nos llevaron como a borreguitos», sostiene esta mujer espigada, hoy madre de dos hijos, tres nietos y cinco bisnietos.

En Auschwitz murieron más de 400.000 judíos húngaros, un tercio de todas las personas asesinadas en ese campo.

«Olíamos humo, vimos humo y no sabíamos qué era y no me querían decir», recuerda Ehrenfeld, convencida de que logró sobrevivir a la deshumanización absoluta y una muerte segura gracias a que siempre fue «una sinvergüenza».

Su complexión la salvó del exterminio al ser despachada a Letonia por los nazis para trabajar cavando trincheras y fue rescatada por tropas soviéticas cerca de Danzig (hoy Polonia).

Tras la guerra intentó regresar a su ciudad para reunirse con sus padres hasta que un hombre le contó su fatal destino. Emigró a Ecuador junto a su marido, en 1948.

«Nunca imaginé que iba a vivir tantos años», reflexiona antes de concluir que el destino «está prescrito». EFE