Los recuerdos (XII)

Jorge Dávila Vázquez

OPINIÓN | Rincón de Cultura

Así como tuve en las bibliotecas maravillosas experiencias humanas, también hubo algunas decepciones.

Cuando hacía el trabajo de recopilación de la obra de Dávila Andrade, viví dos pequeñas historias negativas, y aquí las consigno.

Fui a la Biblioteca Nacional, en Quito, en busca de ABANDONADOS  EN LA TIERRA, el primer tomo de cuentos del autor, que según expresión de su esposa, Isabel Córdova, “hacía honor a su nombre”, pues mientras ellos estaban en su experiencia inicial en Caracas, los libros permanecían embodegados en alguna entidad. Su distribución fue realmente mala.

Me atendió una señora bibliotecaria, de muy mala gana, y luego de una larga búsqueda, con el número que yo encontré en el fichero, me dijo “Ah, ya me acuerdo.  Estaba en muy mal estado”. Le dimos de baja y le destruimos, con otros libros que estaban igual de acabados. Me sentí impotente, pero osé protestar, en vano. La mujer se encogió de hombros, me dio la espalda y solo le faltó decir “no me moleste”.

Seguí en la búsqueda. La obra parecía no existir, igual que un tomo de poesía citado en una bibliografía, y buscado por el autor de esta y por mí, en su biblioteca particular, y que nunca apareció, un auténtico invento, pero constaba en documentos.

Llegué a la biblioteca de la Universidad Central, y, por fin, se hizo el milagro: ahí estaba el pequeño volumen, grisáceo, ilustrado por Guayasamín.

Le dije al bibliotecario que necesitaba hacer una copia, me indicó el lugar, pero me dijo que tenía que dejarle un documento. Busqué mi cédula, inútilmente, no la llevaba encima. Movió la cabeza, “que pena”. Tenía el tiempo justo, pues al otro día viajaba a Cuenca, le pedí en todos los tonos, y la respuesta fue negativa. Entonces se me ocurrió proponerle que dejaba mi reloj en prenda. A regañadientes, aceptó.

Escribí un artículo en El Comercio, en donde mantenía una columna, y me expresé con dureza, dije que algunos bibliotecarios eran “los dragones del hortelano”, ni leen, ni dejan leer.

Bueno, no puedo describirles el resentimiento de mis amigos, los que me habían atendido siempre de la mejor manera. No era época de internet, ni celular, me pasé días llamando por teléfono convencional y escribiendo cartas de excusa y explicación. ¡Fui disculpado! (O)