Los recuerdos (XIV)

Rincón de Cultura Jorge Dávila Vázquez

OPINIÓN|
El obligado encierro creo que es ambiente propicio para reencuentros interiores. Por eso, se desbordaron emociones y aún precisiones en torno al artículo anterior. Reconozco, disculpándome, la gran casa de la familia Cevallos, se levantaba en la calle Borrero, no en la Cordero, como señalé. Gabriel Cevallos, culto, serio y bondadoso, había puesto su gran biblioteca a mi orden, pero, lastimosamente, no la pude aprovechar mucho: a la vuelta de la esquina estaba la suerte. Mi abuelo Rafael Dávila Córdova, pariente cercano del Dr. Luis Cordero Crespo -dueño de otra hermosa biblioteca, en la que recuerdo haberle encontrado muchas veces-, gestionó con él, que era uno de los Directores, para que yo trabajase en el Banco del Azuay, y, al poco tiempo de lo narrado en la entrega anterior, entré en esa venerable institución, que hoy, y cada vez más, solo es un recuerdo. A los 16 años ya me habían afiliado al IESS, y empezando como meritorio o “tubo”, ese hacelotodo jovencito que abundaba en el Banco, permanecí en él algunos años.
Mis bibliotecas nutricias entonces eran, durante el día, la Municipal -laboraba, y lo haría por varios años, la inefable Marthita Cordero, siempre dispuesta a auxiliar a los lectores-, en donde me refugiaba una vez terminadas las labores callejeras de cobrador, uno de los puestos que desempeñé, y que me sirvió magníficamente para hacer contactos amistosos invalorables, como Juan Cueva, Edgar Rodas, Guillermo Larrazábal y Eudoxia Estrella y todos los que, seducidos por Editorial González Porto, con sus enciclopedias y ediciones lujosas, las pagaban con letras al Banco del Azuay. Y, por la noche, la pequeñita y rica del Colegio “Antonio Ávila Maldonado”, en donde cursé mis estudios, regentada por Teresa Fernández de Gálvez, estricta, severa, pero dispuesta a negociar los préstamos de libros a la casa. Usaba yo un curioso mecanismo: en muchas ocasiones, el mismo tomo de la Colección Premios Nobel de Aguilar era mi lectura diurna y nocturna. De ahí salió que en V curso, cuando Guillermo Ramírez propuso que hiciéramos una obra de teatro, yo sugiriera “Los Justos” de Camus, publicada en la referida serie, y que, al ponerse en escena, fue el principio de una nueva época del teatro cuencano. (O)