Corrupción y política

EDITORIAL|

Una de las condenables enfermedades del quehacer político es la corrupción, entendida como uso doloso de bienes públicos de manera directa o indirecta. Los recursos económicos de los Estados pertenecen a todos los ciudadanos y tarea fundamental de quienes ejercen el gobierno, es administrar esos bienes con honestidad total y eficiencia en su uso. Lamentablemente en muchos países –el nuestro ni de lejos es excepción- se han dado y dan casos de personas que al desempeñar funciones lo hacen recurriendo a sus recursos para acumular riqueza personal o toleran que otras lo hagan pudiendo evitarlo.

La corrupción no tiene “ideología”. Por parte de la oposición es una tendencia generalizada a atribuir los actos corruptos que tienen lugar en un gobierno, a su orientación política. Los hechos han demostrado que esta perversidad se ha dado en gobiernos nacionales y seccionales de diversas ideologías. Esencial a quienes ejercen las más elevadas funciones es tratar de evitarlas y, en caso de darse, combatir con entereza a sus autores siguiendo los cauces legales. Si las altas esferas no lo hacen demuestran ineptitud y, si tratan de encubrirla o taparla, en el mejor de los casos, en cómplices. Jefes de Estado que la han combatido con firmeza pasan a la historia con honor. Los que la han tolerado o, peor aún, alentado se incorporan a la ignominia.

La pandemia ha puesto en evidencia grotescos negociados en la adquisición de insumos médicos. Su reiteración nos lleva a pensar que se trata de una malévola red organizada para negociar con la salud, lo que acrecienta la ignominia. Alivian estos hechos bochornosos que salgan a luz estos delitos y que haya entereza en la fiscalía para investigarlos y procesarlos, sin que el gobierno se oponga a esta gestión. Es muy importante que haya denuncias fundamentadas, pero por sí solas no la evitan. Es esencial que se deje en el archivo de la infamia la impunidad y que los dirigentes de agrupaciones políticas no protejan a los autores de su grupo.