El faraón hereje

DE HISTORIA EN HISTORIA Bridget Gibbs Andrade

Para entender la historia de Akenatón, debemos saber cómo fue el reinado de su padre, el faraón Amenofis III. El rey educaba a sus hijos en todos los aspectos, desde el político hasta el religioso. En realidad, tampoco es que tuviera mucho que hacer, pues le tocó reinar en una de las épocas más prosperas de Egipto. Al morir su primogénito Tutmose, su hijo Akenatón empezó a acompañarlo a todos lados.

En la época del padre de Akenatón, el clero egipcio fue más rico y poderoso que nunca. Dedicaba su vida a cuidar los templos. Si los cuidaban, los dioses cuidarían al pueblo. Era un acto de “reciprocidad”. Estaba estipulado en la ley que los sacerdotes podían quedarse con un porcentaje de las ofrendas. Sin titubear, elegían las más costosas. Entre más fiestas y celebraciones, más ofrendas recibían y sus fortunas aumentaban. Un símil de cómo se ha manejado, hasta hoy, la religión católica. A la muerte de su padre, Akenatón decidió que no eran necesarios tantos dioses ni sacerdotes. Clausuró los templos y anunció que habría un solo dios: él mismo. Ya no habría más corrupción dentro del sacerdocio. La gente que se acostumbró a orar en sus casas, descubrió que no necesitaba templos para creer en dioses. Con el paso del tiempo, llegó una peste a Egipto y el pueblo lo tomó como un castigo divino. En secreto, regresaron a adorar a sus antiguas deidades. Akenatón y su esposa Nefertiti se negaron a aceptar este cambio. El Faraón murió luego de 17 años de reinado, creyéndose el único dios.

A su muerte, el hijo de Akenatón (aunque probablemente no de Nefertiti), subió al poder muy joven. Durante siglos, se pensó que fue un faraón sin importancia debido a su corta edad y porque murió a los 19 años. Hoy se sabe que no puso orden en el país y que restituyó el culto a los dioses. Se llamaba Tutankamón. Pero primero terminemos con la historia de su padre, Akenatón, que murió dejando a un pueblo confundido y a unos sacerdotes enfurecidos.

Mientras tanto, el pueblo descubrió una verdad muy importante: se puede ser muy religioso y aun así ser una mala persona; o, se puede ser una buena persona y no creer en nada. Al final, las religiones no definen a nadie y tampoco hacen que las personas sean mejores o peores que otras. Pero nuestras acciones y como tratamos y hablamos de los demás, sí. (O)