Pequeñas historias (V)

Rincón de Cultura Jorge Dávila Vázquez

Queridos lectores: anuncié que llegábamos al fin de la primera parte de estas breves evocaciones dedicadas a la lengua madre, y así será. A partir del próximo domingo bucearemos juntos en las anécdotas de otros tiempos. Gracias por su magnífica y numerosa compañía.

Mi amiga Rosa Ponce sube un comentario sobre la presencia quichua y dice que MONAY significa la voluntad del amor, la reciprocidad amorosa. Me conmovió. Pasé una buena parte de mi infancia en una gran quinta que tenía mi tío Lucas S. Vásquez, en Totoracocha, a cien metros del hoy Centro de Alto Rendimiento, en un sector que todo mundo llamaba Monay. Este lugar, paradisiaco entonces, ha sido pintado por mí en numerosos textos, particularmente en las novelas EL SUEÑO Y LA LLUVIA y ÁRBOLES PARA SOÑAR, a las que denomino “la saga de Monay”. Seguramente es una visión idealizada y fantástica, pero los personajes que se mueven en ellas están tomados de la vida real: mi hermano Rodrigo, que hasta conserva su nombre, igual que los peones Pacho -que es un chamán, y que, realmente, lo era- y su nieto Darío, nuestro compañero de juegos, particularmente travieso, teatrero, mágico.

Con los dos, estábamos acostumbrados al uso continuo, familiar y cálido de los términos quichuas, que manejábamos de modo cotidiano.

No era bueno comer el mote cauca, es decir que no estaba muy cocido. Sabíamos que el amarillo maíz morocho era duro, no servía para cocerlo, solo en machca, tostado y molido; en cambio el cusco, morado y suave como el blanco, era muy bueno. Si íbamos a jugar en la cocha de abajo, con cuidado, y no cosechar los gullanes o taxos verdes, pues dañaban la barriga, como los shulalags que no estaban maduros (estos últimos, frutitos de las cercas, de intenso color violáceo, parecían esmeraldas cuando tiernos, y creo que han desaparecido). Y recomendaba que no fuéramos crueles y no disparáramos con la pallca (hoqueta) a los pobres pishcos (pájaros).

En la tarde, el viejo se ponía melancólico y tocaba un pingullo, pequeño pífano, alternando con algunos versitos quichuas cantados.

Luego, salía y gritaba a los chicos para que subiéramos, ya era casi noche para estar en la pampa, no fuera que nos agarrara el supay, el mismísimo diablo. ¡Adiós Monay, adiós niñez! (O)