Nuestro pan

Josefina Cordero Espinosa

“Mientas la tierra permanezca no cesarán las sementeras y la siega, el frío y el calor, el verano y el invierno, el día y la noche”, así dice el Génesis que habló Dios cuando después del diluvio selló el pacto con Noé, aunque no se refirió exclusivamente al trigo, quiero pensar que lo fue, ya que el pan no deja de ser un símbolo y hace años como un símbolo familiar las casas de Cuenca tenían un entrañable olor a pan, siempre en su punto, parejo, dorado, de su hacer se encargaban muchas personas, la harinera que escogió el trigo candial para molerlo y le pasó por cedazos y floreadores, la que hizo en la paila la chicha de jora y vaciándola en un cántaro de barro le puso al rescoldo en la cocina, vigilando que empezara a hervir, no lo destapaba, aplicando solamente su oído hasta percibir un murmullo parecido al jadeo del mar en la caracola. Espesa, madura, con el nombre popular de conzho,  estaba lista para la preparación de la levadura, una mezcla de agua tibia y harina que por arte de magia adquiriendo una condición casi de mujer, amanecía grávida al día siguiente, era el instante en que una señora sin ningún impedimento de menstruación o embarazo que dicen aguar los huevos, empezaba a batirlos en un mediano de barro con una madera tallada bifurcada en aristas, el movimiento y su ritmo producía un sonido musical semejante a un trompo que se duerme en las manos infantiles. Sorprende la cantidad de huevos que se usaba, lo que permitía a la masa alzarse como espuma.

El olor recorría las calles y las plazas acentuándose en la Cruz del Vado y el Barrio de Todos los Santos, lugares donde moraban las panaderas matriarcas, hacedoras del pan y de la vida. (O)