Por siempre, jamás, amén

Alberto Ordóñez Ortiz

La historia nos observa. Es que frente al tenebroso drama marcado por la muerte que asola a Ucrania, ¡no hay duda! ¡no puede haberla! que estamos frente a una irracional amenaza que pone en vilo a la misma vida. Y si a la vida me refiero, tenemos que admitir que nada es más sagrado y a la vez más frágil. Nada más venerable y débil. Y, en ese orden de disquisiciones, por fuerza debemos admitir que la guerra es la expresión más retorcida de la naturaleza humana. A su conjuro, estamos cavando nuestra propia sepultura: la tuya, la mía, la de todos.

¿Qué pasó? posiblemente que quienes se autocalifican “reyes del universo”, cuando no son sino “motas de polvo” de un pequeño planeta del vasto universo, ubicado adrede, en un ramal periférico de nuestra “Vía Láctea”, una suerte de suburbio cósmico, decidieron invadir Ucrania porque aseguran que “ante los misiles instalados por los ucranianos y “occidente”, a minutos de Moscú, no nos dejaron otra opción”. Las visiones polémicas sobre el tema, varían según la fuente informativa, pero más allá de ese turbio horizonte, basta mirar a Putin, para descubrir en su mirada a la estepa siberiana: gélida, inhóspita e indescifrable, donde creo ver “El Archipiélago Gulag”, los suplicios y los asesinatos de los presos políticos por no comulgar con el régimen, las lágrimas de la madres de las víctimas –a propósito, de pronto recuerdo “La Madre” del gran novelista ruso Máximo Gorki- y, para no llorar, me tapo los ojos. 

Lo cierto es que la invasión a Ucrania, como en su momento la de EE. UU. a Iraq, y su saldo de 200 mil muertos, son totalmente condenables. Por eso, debe ser que en la mirada de Biden, el líder de occidente –quien extrañamente mantiene los ojos semicerrados- creo distinguir esa invasión, como la infamia de las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Entre el humo que aún persiste, no nos quedamos con ninguno de los dos, nos quedamos con la frágil paloma de la paz que hoy se desangra frente a los impotentes ojos de un mundo que, como el nuestro –si se agrava la guerra-, estaría condenado a vagar en el insondable abismo cósmico sin nadie que pueda dar fe de que aquí, un día floreció la vida. Por siempre, jamás, amén. (O)