Amnistía

Catalina Sojos

Los habitantes de Quito saben que su ciudad no les pertenece a pesar de haber nacido en ella; de tiempo en tiempo se preparan para las hordas de manifestantes que llegan a destrozar todo aquello que es su identidad: árboles, muros, ventanas, monumentos y tantos otros elementos son víctimas de la furia estacionaria de los políticos, entonces se preparan y protegen a sus hijos, porque la experiencia les enseña que las bombas lacrimógenas, las balas y el odio prevalece hasta que llega una solución, generalmente, el acatamiento de aquello que vociferan en las calles. La libertad de expresión es el griterío, la quema de llantas, las paredes manchadas y otras barbaries. Los muertos y heridos se cuentan como en un partido de fútbol y la basura en los parques se confunde con los vapores de todo tipo de estiércol. No decimos que la protesta es condenable, simplemente aseveramos que la violencia salvaje cada vez es mayor y, por lo visto, ahora tiene la bendición de la asamblea ecuatoriana. ¡Ah, este país sin Dios ni ley! Jauja y caos, ignorancia y rabia sin distingos, no adjetivamos porque es inútil hacerlo. Simplemente pensamos en el quiteño que habita su ciudad y recibe los golpes de todos los que la profanan. El ciudadano de a pie, suponemos, sigue desprotegido porque los poderosos huyen cuando la guerra llega. (O)