El humor en la antigua Roma

DE HISTORIA EN HISTORIA Bridget Gibbs Andrade

“Ya que no podemos cambiar de país, cambiemos de tema”. James Joyce

Cada pueblo tiene un sentido del humor propio, y en la antigua Roma, era procaz y punzante. Los romanos acostumbraban poner apodos a las personas como al poeta Ovidio, cuyo nombre completo era Publio Ovidio “Nazón”, o narizón. A Marco Tulio Cicerón le llamaban “Garbanzo”, pues sus antepasados cultivaban esta legumbre. Los soldados hacían bromas, incluso en momentos solemnes, como en los desfiles de los generales. Julio César tuvo que aguantar la chacota de su tropa que cantaba: “¡Ciudadanos! ¡Guarden a sus mujeres! ¡Traemos al adúltero calvo!”, aludiendo a la vida disoluta del general.

En ocasiones, reírse en público podía resultar peligroso. Un día, el senador Dion Casio estaba en el coliseo con otros colegas cuando el emperador Cómodo mató un avestruz. Cortándole la cabeza, se dirigió hacia ellos, explicando con gestos amenazadores que podían acabar igual que el ave. Este hecho les provocó tal hilaridad que para evitar reírse, empezaron a masticar las hojas de laurel de sus coronas.

En una de sus cartas, Séneca cita a Arpaste, una sirvienta boba que le había dejado en herencia su primera esposa. El filósofo, con gran humanidad, declara que siente aversión por reírse de las personas con taras, y cuando quiere divertirse, se ríe de sí mismo. El humor también estaba presente en las paredes de la ciudad. Unos huéspedes descontentos de una pensión, escribieron en el muro: “Nos meamos en la cama. No había orinal”.

Ventidio Baso pasó de arriero a una alta magistratura del estado, tal cual sucede en Ecuador.  El pueblo se escandalizó y escribió en la calle: “El que cuidaba mulas, ahora es cónsul”. En el siglo V d.C. se publica un libro de chistes titulado: “Filogelos, el amante de la risa”. Algunas historias tienen como protagonistas a los ateristas, que en la antigüedad eran considerados los tontos por antonomasia. Una de ellas dice así: un aterita viendo a un eunuco conversar con una mujer, le preguntó si era su cónyuge. Este le respondió que no podía tener esposa. El aterita le dijo: entonces, es tu hija. Otros chistes tenían como actores a personas comunes, como este: un hombre enterraba a su esposa cuando le preguntaron: ¿Quién descansa? Yo, respondió, que me he librado de ella.

En la antigua Roma, ni los muertos se libraban del sarcasmo. (O)