El trino del diablo

Nicanor Merchán Luco

Existe una soledad infinita, hace mucho frío, el termómetro marca 9 grados centígrados, sopla fuerte el viento, silba contra la antena del radar; es la cumbre del cerro Paraguillas, a 4450 msnm, al pie la encantadora laguna Negra, al frente el cerro Padre Urco y el filo de Quitahuayco, al fondo el caserío de Baute. En el spotify suena “El trino del diablo“, del italiano Giuseppe Tartini, a todo volumen; el espíritu se eleva y se confunde con el infinito de las montañas. La piel se pone como “carne de gallina”. “El trino del diablo” es una sonata para violín.

La historia cuenta que el violinista italiano soñó que el diablo se le apareció pidiéndole ser su sirviente, entonces le interpretó la virtuosa composición y le entregó su violín para que pruebe sus habilidades; luego, Giuseppe compuso la sonata en sol menor, pero reconocería que nunca llegó a ser como en sus sueños. A este músico lo superaría otro italiano, Niccoló Paganini, uno de los arquetipos virtuosos del violín del renacimiento europeo y autor, entre diversas obras, de los famosos “24 caprichos para violín”, los que en la actualidad son interpretados a la perfección por el ruso Alexander Markov, de allí el comentario de que éste vendió su alma a Paganini, quien su vez, la vendió al diablo.

La sonata en sol menor es conmovedora y su composición, cuenta la leyenda, producto de un pacto diabólico; una verdadera obra de arte, si el diablo actuó con Tartini le hizo un gran favor. Juntar esta sonata a la inmensidad del paisaje es excepcional, casi indescifrable; las palabras no alcanzan para trasmitir el encanto. (O)