La Dolores que sana dolores

Cuando Dolores Segovia fue homenajeada por el Municipio de Santa Isabel. Archivo

Texto y fotos
Jorge L. Durán Figueroa
Redacción El Mercurio-Cuenca.

Si algún día de algún año, los cientos y cientos de hombres y mujeres, a quienes María Dolores Segovia Mendieta atendió a sus madres para que les dieran a luz, le llevaran flores, la casa de María Dolores sería un bosque de flores.

Si también hicieran lo mismo los cientos y cientos de hombres y mujeres a los que ha curado, desde el “mal de ojo”, espanto, hasta de cólicos menstruales, “malaire”, tabardillo, la casa de “Mama Lola” fuera un jardín completo.

Y qué hermoso luciera ese bosque y ese jardín, así imaginados, en la loma donde está la casa en la que ella vive. Desde esa loma se divisa gran parte del desierto del Jubones, en cuyo oasis, en zigzag corre el río Jubones; e igual, más arriba, la vía Cuenca-Girón-Pasaje.

Esa loma se llama Quibín Pilches. Esta más arriba de Puente Loma, más allá de Lunduma, más allá de Peña Blanca, mucho más allá de Santa Isabel.
Llegar hasta allí significó volver por la antigua vía Cuenca-Girón-Pasaje, la construida por Velasco Ibarra. Y desde aquí serpentear por caminos vecinales, rodeados de sementeras de cebollas, tomates, pepinillos, maizales. Se percibe un leve olor a insecticida.

Al encuentro sale doña María Dolores, precedida de seis perros y tres gatos. Luce un tanto encorvada, apoyada en un bastón de caña seca. Viste pollera roja, blusa celeste cruzada por rayas blancas, ajustadas por una tira blanca cuyo nudo es visible en la cintura. Los zapatos son de lona, y comprados quien sabe cuándo.

De sus orejas penden largos aretes que se confunden con su cabello a medio peinar. El sombrero es blanco con cintillo morado.
Su rostro refleja la firma de los años, que también se nota en sus ojos triztones. Sus manos muestran las huellas de una artrosis profunda.
No ha cambiado su tono de voz: melancólica y pausada. Tampoco ha cambiado su mansedumbre.

Pero, ¿y quién es esta mujer de 93 años de edad, nacida en Lunduma, que apenas llegó hasta segundo grado de escuela, pero a la que todos recuerdan como “Mama Lola”; de cuya vida, activismo político, solidaridad y oficio han dejado constancia los medios de comunicación, y la Municipalidad de Santa Isabel le hizo un reconocimiento?

Mientras con el bastón espanta a los perros y gatos, cuenta que a los 15 años de edad atendió el primer parto, un oficio que la aprendió de su abuela. Y desde entonces suman cientos y cientos los niños que vinieron al mundo, y a cuyas manos, cariño, saberes y aguas medicinales “a base de montecitos” confiaron sus padres.

.- ¿Cómo veía a las mamás el momento del parto?
.- “Lloraban. Se quejaban. Daban pena. Pobrecitas. Pero yo, susto no, susto no”.

Pero ella no estaba ahí para la contemplación, sino para actuar. Agua de albaca “pero sin hervir, con una hojita de llantén y otra de lechuga” les daba a las parturientas para que tengan fuerza.

– ¿Que sentía cuando nacía un niño?
.- “Una gran alegría, pues. Tocarles la cabecita. Y el lloro del guagua es porque nació sanito”.

Comadrona, partera, como es conocida o la conocían, María Dolores, tocándose el vientre “dibuja” con sus manos la posición en la que debe estar el feto. De no estarlo, ella lo ubicaba con suaves y tácticos movimientos de sus mágicas manos. Esa fue la ecografía de la época, época en la que de las cesáreas nadie sabía.
Esos mismos ademanes hace para explicar la posición de la madre para que dé a luz. “No de pie, porque se baja la matriz; ni hincada”.

Le tenían confianza, fe, mucho más porque, contrario a otras comadronas, no era brava, tampoco cobraba nada, excepto “alguna cosita que me regalaban”.
“Viera, son tantos, tantos que han nacido en mis manos. La gente, viera, tenía miedo ir al hospital. A mí, para qué Diosito, me tenían fe”.

Y algunos padres de esos “tantos, tantos” le hicieron comadre”; y son “tantos tantos” porque los padres de esas épocas tenían “tantos, tantos” hijos.

El trabajo de “Mama Lola” se completaba con “el cinco”: una asistencia especial a la madre “para componerle, para encaderarle”, de por medio con “aguita de linaza, albaca y lechuga”.

Este oficio ancestral de María Dolores, que quiso enseñar “pero nadie quiere aprender, ni mis nietas”, fue reconocido y aprobado por el Ministerio de Salud. No solo que le dio cursos de capacitación, sino hasta certificados que la acreditan como partera.

Y por eso ha estado en varios hospitales, cuyos médicos “me llegaron a querer, a estimar, igual que la gente…”. Y en tono medio triste dice que a su casa ha llegado gente de toda condición y de todos los rincones en pos de sus “milagrosas manos”.
Esas “milagrosas manos” también han curado a los niños, e incluso a los viejos, del espanto, del mal de ojo, de infecciones, de malaire, de los cólicos; a las mujeres, de la “matriz débil”. La orina de los pacientes le da indicios de los males que padecen. Y ella acierta.

María Dolores, hija de Juan Antonio Segovia y de Anastasia Mendieta, no solo es partera. Su activismo político y lucha social son parte de su fructífera vida.

La invitación de un pariente la llevó hasta Quito. Y esto cambió su vida. Fue parte de la Ecuarunari y de la CONAIE, instituciones donde conoció a Dolores Cacuango y Tránsito Amaguaña, referentes históricos de la lucha por los derechos indígenas.
Mente y corazón se le abren a “Mama Lola” al hablar de su tocaya Dolores Cacuango. Sobre todo, cuando iban las profundas quebradas para “las limpias”, que incluían fuetazos y “cosas de nuestros antepasados”.
Y más todavía en las luchas “cuando no valían los gobiernos”. El parque El Arbolito, en Quito, es testigo de su faceta rebelde.
“Cuando los policías nos pegaban no corríamos. Nos pegaban, pero ahí le dábamos”.
“Yo guambrita le conocí a la Dolores Cacuango. Era una líder para todo. Me enseñó bastante, más que nada a luchar por nuestros derechos, a no dejarnos quitar nuestras tierras”.
Así que María Dolores iba y venia de Quito, incluso luego de casarse con Miguel Alberto Ordóñez Bermeo.
.- ¿El “Suco?
.- “Sí, el Suco. ¿Usted le conocía al “Suco”?
Pero ni el “Suco” ni ella pudieron impedir que les quitaran sus tierras en Quibín Campanaurco, “un cerro donde, dizque, llegaban los señores gentiles de esos tiempos”.
La batalla legal la perdieron, “y eso le llevó a la tumba al Miguel”, con quien procreó un hijo también llamado Miguel, quien vive en los Estados Unidos.

El ingreso y su tenacidad para la lucha social le abrieron espacios entre dirigentes y las bases de la CONAIE. Le permitió ingresar a la escuela de esta organización, que emprendió el Proyecto de Alfabetización y en la que compartió con Dolores Cacuango y Tránsito Amaguaña.

“Yo soy partera desde los 15 años. Traje al mundo miles de niños. Decidí venir a la escuela para aprender a hablar, a leer y a escribir un poco más y a ganar más experiencia. Ya pasé seis años aquí, ya me graduaron. Algún día me gustaría poner una escuela en mi tierra….

“Yo me creía una persona insignificante. Aquí en la escuela aprendí a valorar mi trabajo y lo que me están enseñando todos los instructores. Quiero enseñarles a los demás todo lo que yo sé, como preparar remedios, ‘agüitas’ y como estoy viejita, quiero empezar a pasarle mis conocimientos a mi comunidad”.
Esto declaró Dolores María a BBC MUNDO.com en septiembre de 2005.

Ella, por su vinculación con la CONAIE, viajó a Guatemala en compañía de otros líderes. “Ahí estuve con mi compañera Rigoberta Menchú”, la líder del grupo maya quiché, a quien le concedieron el Premio Novel de la Paz en 1992.
“Rigoberta me hizo una entrevista. Me enseñó a curar. Ella daba charlas. Aprendí algunas cosas ahí en Guatemala. Con Rigoberta y otros nos íbamos a unas quebradas funestas para las limpias. Me hicieron bañar desnudita, me dieron fuete. Y a todos mismo hicieron lo mismo”, rememora.

Ella, como lo dice, “con miedo, con miedo de ir en avión”, también fue a Bolivia, donde, como en Guatemala, vivió similares experiencias y aprendizajes ancestrales, que profundizaron sus conocimientos y prácticas medicinales.
En Bolivia conoció a Evo Morales antes de ser presidente de la república. Ambos asistieron a una escuela de formación política.

María Dolores Segovia, quien dice que siempre espera por sus nietas que viven en Cuenca, vive en compañía de su sobrina Mariana, “una huerfanita” que sufre de una aparente discapacidad intelectual. Ella escucha el diálogo asomando la mitad de su cara por una puerta entreabierta.

Un viejo televisor ocupa espacio en la mesa de la cocina, atiborrada de todo, y en el que dice escuchar que “le tratan mal al gobierno”.
Aunque siempre le llaman desde la CONAIE, “Mama Lola” está sola, se siente sola. “Ya estoy viejita, olvidada, aunque no me falta la comidita. No falta la gente que me ayuda”.

Ella, mientras muestra el maíz que ha sembrado, dice que ya no recibe el bono; que de vez en cuando le marea la cabeza, que ya no toma pastillas para la presión alta; y no ha dejado de lamentarse que no haya tenido “siquiera una colita” para brindar al visitante.

Ya distante un poco, por el retrovisor del vehículo que se bambolea por un camino sinuoso y a medio lastrar, veo una silueta roja con un punto blanco que no ha dejado de mirar mi partida. (F).

REM

REDACCION EL MERCURIO

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