Y cuántas personas sin ella. En necesidad de comprender el presente sin pensar siquiera sobre su futuro. Buscando nada más que la fórmula que permita vivir el ahora. Llegar a mañana. Es decir, tener un día más. Así sea a mínimos.
Muchos, en albergues diseñados o calles solitarias. Bajo el techo prestado y que no es hogar por la presencia de un agresor familiar. En conventillos guardando la distancia máxima posible de un metro entre cada uno. Arrendando una habitación con una cama firme y esperando a fin de mes para encontrar una salida.
El abuelo, por ejemplo, tuvo que ir a la guerra entre Ecuador y Perú que se produjo en el año 1941, de lo que me contaba y recuerdo por viejas fotografías de su cajón, estaba en la línea que se ubica la artillería de batalla. Dormía -si es que dormía- en rígidas tiendas de campaña, lodo, junto a rocas, pasando lluvia, sol, frío, tempestades, ruidos e incertidumbre de cuándo todo terminará. De si regresará o no con vida, a dónde, a un cuartel en donde aguardaría para ir en defensa del país ante la siguiente invasión.
Y a nosotros nos piden -tan solo- quedarnos en casa. Así. Salvarnos y salvar a los demás. A la humanidad. Con disciplina y asumiendo el deber que hoy nos ha tocado. Aislarnos para aislar al mal. Confinarnos para volvernos a abrazar. Para encontrarnos una vez más. Es decir, para reclutar lo que da vida: la esperanza.
Las pandemias no aparecieron ayer. Han existido desde el inicio mismo de la humanidad. Millones han fallecido por ellas. La peste negra de 1347 mató a 25 millones de personas, la viruela de 1520 a 56 millones, la gripe rusa de 1889 a 1 millón, la gripe española de 1918 a 40 millones y la gripe asiática de 1956 a 1,1 millones. No es la primera vez, tampoco será la última. Pero seguro sí, será nuestra única oportunidad de hacer lo correcto y debido, por nuestra vida y la humanidad.
Si usted puede y tiene, entienda el privilegio de decirle: quédese en casa. (O)