Madre, amor y valor

  • Conocí a tantas madres del mundo, y las sigo conociendo, y no me cansaré de seguirlas conociendo; y aunque muchas han muerto, las sigo conociendo.

Años atrás, unos 27 acaso, una madre que vestía casi siempre la misma pollera, día tras día lloraba en el parque de la gran ciudad. Lo hacía por su chiquita, a la que entregó a una señorona que le ofreció criarla y educarla a cambio de que le sea servicial.

Ella vino desde un pueblo lejano del Azuay, donde comer una vez al día ya era suerte. Y tenía más hijos, y un esposo alcohólico.

La chiquita desapareció de un día para el otro. La señorona aquella le cerró las puertas. Su “desaparición” llegó a la justicia, pero la justicia le negaba justicia.

El caso pasaba de abogado en abogado, y con ellos el poco dinero que esa madre ahorraba engordando chanchos y curando el espanto.

Me propuse indagar el paradero de la chiquita. Había sido entregada a una familia pudiente, de apellido rimbombante, y, claro, intocable. Y la encontré. Esa familia tuvo que devolverla a la madre que la parió.

Cómo lloraba esa madre, pero esta vez de alegría. Igual sus hermanitos; también el papá.

Al siguiente día le acompañé al juzgado para que el caso se dé por cerrado. ¿Y creen que el juez investigó a la familia que había tenido a la chiquita?

Salimos del juzgado, en esos tiempos un lúgubre cuarto en una casa también lúgubre.

Misión cumplida, recuerdo que le dije en la acera de la calle, mientras la gente nos miraba con rareza.

Ella abrazó con qué fuerza a su hija, como lo habría hecho la primera vez, cuando todavía olía a útero.

Qué valor la de esa madre. Nunca se dio por vencida. Junto al recuerdo, conservo una fotografía.

En otros lares conocí a una madre de dos hijos. El primero, para el pueblo, para el comisario y para la Policía, no era más que un ladrón y un borracho.

A cada robo denunciado, el “Loco” –así lo apodaron- era detenido y encarcelado.

¿Alguien recuerda al temido Servicio de Investigación Criminal – SIC-? A este centro de tortura era traslado el joven. Aquí era torturado. Muchas veces no tenía otra salida que declararse culpable.

Regresaba al pueblo con heridas sangrantes en la cabeza, en los brazos, en los pies. Ver las huellas de los latigazos causaba escalofrío.

Pero su madre lo esperaba. Lo abrazaba. Lo acostaba en sus piernas y le sanaba las heridas con aguas de montes medicinales.

Qué valor la de esa madre. Qué amor el de esa madre.

Fue cuando oí hablar eso de que “para una madre no hay hijo malo”.

  • Conocí a una madre cuyo hijo desde temprana edad se volvió alcohólico. Recorría las calles conversando entre sí. Así vivió por varios años.

Cuando él llegaba a casa, la mamá lo esperaba con el plato de comida, con el agua de frescos.
_ “Es que es mi hijo”, decía cuando alguien le increpaba por acoger a un borracho.

Qué amor el de esa madre. El aliento a alcohol y el olor por los días que no se bañaba su hijo no impedían que ella lo arrulle.

  • Conocí a una madre de 5 hijos cuyo padre –como dicen- “era como ni haber”. Era costurera. Trabajaba los 7 días de la semana. En la madrugada, cuando se pasaba por la acera de su casa se oía el sonido del pedal de su vieja Singer.

Alimentación, vestido, estudio, no les faltó a esos hijos. Y hasta compró una casa.

Qué valor el de esa madre. Nunca bajó la cabeza, excepto para coser, coser y coser.

  • Conocí a una madre cuyo esposo fue asesinado en otra ciudad distinta a la suya. Se quedó con tres hijos pequeños.

La suerte tocó a sus puertas. Se sacó la lotería. 500 mil sucres hace unos 40 años. La gente murmuraba que le llovían los pretendientes.

Pero esa madre, cuyo vendedor de lotería, ante su negativa para que le comprara el ‘guachito’ lo dejó tirado en la mesa, invirtió ese dinero para educar a sus hijos. Amplió la pequeña tienda de abarrotes que tenía con su esposo.

Ahora, sus tres hijos son profesionales.

Qué entereza la de esa madre. Diría que renunció a “otro amor”, porque más pudo el amor por sus hijos. Aún vive. Ya está viejita.

Gracias a mi oficio conocí a una madre cuyo hijo lo dejó en un orfanato. Mis investigaciones me permitieron concluir que desde aquí, a pretexto de adopciones, los niños eran enviados al exterior, incluso sin que antes terminaran los trámites legales.

Ah, es más, a los adoptadores se les permitía escoger. Sí, escoger, como si los niños fueran zapatos.

Y sí, aunque el trámite estaba a medias, el hijo de esa madre estaba a punto de ser enviado a Bélgica, mientras ella lo reclamaba.

_ ¿Por qué no entrega al niño a su madre? ¿Por qué quiere enviar al niño al extranjero sin que el proceso de adopción termine?

_ “Porque la madre es prostituta y no vale que el niño vea su mal ejemplo”, recuerdo que, gritando, me respondía la persona (¿una religiosa? Creo que sí) que administraba el famoso orfanato. Y más se enfurecía cuando la veía llegar con su trozo de falda.

Esa madre, que nunca se avergonzó de su trabajo, recuperó a su hijo. Luego lo dio en adopción a una familia que lo acogió como un hijo más, con todos los derechos.

¿Qué, no es valor, amor, los de esta madre que por su trabajo mal visto, sobre todo por la santurronería de la época, nunca dejó de amar a su hijo?

  • Conocí a una madre cuyo hijo al ser asustado por su padre con su propia sombra, despavorido corrió sin fin. Nunca, nunca volvió.

Fui testigo de sus últimas horas de vida. Los demás hijos la rodeaban, pero ella no dejaba de pronunciar el nombre del que se fue aún siendo un niño.

Es más, les pedía que de lo poco que habían forjado con su esposo le dejaran la parte que le correspondía a su hijo ausente.

Qué amor; qué ternura la de esa madre.

  • Conocí a una madre cuyo hijo forjó toda una lucha revolucionaria siendo estudiante de Medicina en tiempos de dictadura.

Ella, una campesina humilde, vestía pollera y sombrero. Me contaban que no pocos le pidieron al
futuro médico que no la llevara a la ceremonia de grado. O que si fuese, la ignorara.

Pero él, cuando le correspondió el turno fue donde ella estaba. La llevó con toda la solemnidad del caso e hizo que le colocara la capa. El salón enmudeció por un momento; luego sobrevino un interminable
aplauso, y de pie.

Qué gran hijo de una gran madre que, junto a su esposo, labró la tierra para que su primogénito cumpliera su sueño de niño.

  • Conocí a una madre que ya presa de la demencia senil, veía directo a los ojos de sus hijos y no hacía más que reírse, mientras ellos algo se contenían. La vez que la visité –que fue la última-, hizo igual conmigo.

Es que la risa siempre le acompañó durante toda su vida.

Esa madre, en su inconsciente, parecía reconocer a sus hijos y les demostraba con una risa llena de ternura. Es que lo hacía llevándose las manos al corazón.

  • Conocí a una madre, que a sus 103 años de vida, sentada en el umbral de su casa, al saludo de su hijo que le cuidaba, le preguntaba por el resto de sus otros 7 hijos. Y lo hacía nombrándolos uno por uno.

¿Quién, quién hace eso sino una madre?

  • Conocí a una madre, que siendo la madre de sus hijos se convirtió en la madre de sus nietos. Aun siendo semianalfabeta les enseñaba a sumar, restar, multiplicar y dividir. También a leer. Cuidaba que sus ropas estén limpias, madrugaba para hacerles el desayuno, y si la comida faltaba ella se quedaba con hambre.

Qué empuja a hacer este sacrificio, sino el valor, el amor de una madre.

  • Conocí a una madre -la mía-, que aun estando lejos, dice que no deja de rezar por mí, por sus nietos. Y cuando nos despedimos no deja de enviarme la bendición. Y cuando cuelgo el teléfono, siento que ella
    aún me siente en su vientre.

La cuarentena, esta cuarentena que ya desasosiega, hará que este día repitamos este encuentro: sin mirarnos, sin sentirnos…

¿Verdad que el amor y el valor de las madres son indescriptibles, como indescriptible es el dolor que ellas sienten al parirnos?

Algo he dicho, y en lo dicho están -vaya pretensión la mía- las historias de millones y millones de madres del mundo. Bienaventuradas sean. -(F)

Por Jorge L. Durán Figueroa

Foto: Xavier Caivanagua