¿Hasta cuándo?

Es una pregunta que en el mundo se hace un creciente número de ciudadanos. La invasión de la COVID-19 sorprendió a los habitantes del planeta, al poner en tela de juicio la arrogancia humana de considerar que estaba en condiciones de solucionar con prontitud todos los problemas científicos y tecnológicas. Ante la ausencia de medicamentos apropiados, todos los países del mundo se vieron obligados a tomar medidas de emergencia como el confinamiento temporal y una serie de restricciones en todas las áreas para limitar la contaminación persona a persona. Es un fenómeno mundial que no perdona a los países más ricos y tecnológicamente avanzados, peor aún al tercer mundo.

Las consecuencias económicas negativa han sido muy fuertes y mundiales, afectando con más intensidad a los países subdesarrollados que carecen de reservas para hacer frente a la emergencia. La pérdida de trabajo ha incrementado la desocupación y golpeado muy fuerte a los trabajadores informales que, en Estados como el nuestro, viven al día sin alivios temporales como la indemnización. Verdad es que ha incentivado el emprendimiento, pero con la baja del consumo de quienes están en condiciones de hacerlo es limitado. Un golpe serio es a la educación que, al forzar la despersonalización, ha obligado a recurrir a informática en países en los que la pobreza hace que un importante porcentaje no cuente con el equipamiento apropiado.

La pregunta, mezcla de pesimismo y esperanza es ¿Hasta cuándo? Hemos superado el año y el problema sigue con agravantes de cambios agresivos en los virus. Han aparecido las vacunas y se las administra, pero una cobertura masiva nos parece lejana, al margen de dudas sobre su real eficiencia. Continúa la incertidumbre y el optimismo se debilita. La televisión nos muestra que el problema continúa en países ricos, lo que da lugar a un “consuelo de bobos”. Hay que seguir esperando, sin dejarse derrotar anímicamente, considerando que, pese a todo “la vida merece vivirse”.