Tren; Gapal Ingapirca

Tito Astudillo y A.

Corría la década del 60 del siglo y milenio pasados, cuando Cuenca estrenaba su cortísima era ferroviaria; aún creo escuchar, largo e intermitente, su ulular que convocaba y paralizaba fugazmente la cotidianidad; y la visión de esa oscura serpiente metálica deslizándose por las faldas del Plateado, Nulty, Cabullín  y Rayoloma para detenerse, pasando la Quinta Bolívar, en una apoteosis de ruido, humo y sirena, en la estación de Gapal.

Una madrugada de agosto del 68, con mi hermano Rodrigo, acompañando al doctor Manuel María Muñoz Cueva; el autor de Cuentos Morlacos y Otra vez la Tierra Morlaca, llegamos a la estación ferroviaria de Gapal y tomamos un autoferro a Ingapirca. A las cuatro de la mañana la máquina se disparó por el valle de Challuabamba entre sombras fantasmales de maizales, quintas, haciendas y bosques de orilla y, “en un abrir y cerrar los ojos”, ya estuvimos en la estación de Azogues. Y pasamos Biblián y subimos Mosquera y comenzó la fiesta, del folklore dirían los especialistas, del servicio popular; campesinos con sus papas, mellocos, habas, “maicito tam tengo” sus gallinas, cuyes y quesillos; revendones y mercachifles que hacían su agosto; trabajadores, semaneros y huasicamas de las haciendas; huasipungueros y jornaleros con su tonga humeante y generosa de aromas; unos suben, otros bajan; dulzura del quechua nativo contrastando al castellano zalamero de los intermediarios: No sé cuántas veces nos detuvimos hasta que, a las siete, a orillas del río San Pedro, en una delirante feria de camino entre neblina y garúa, descendimos para iniciar la subida a Ingapirca.

Así era un itinerario del tren por los pueblos australes, servicio a la gente de las comunidades campesinas alejadas de la Panamericana, que tenían en éste, un transporte seguro, puntual y barato: Viajamos unos cuantos noveleros citadinos, comerciantes y campesinos de las comunidades aledañas. Era un auténtico servicio popular. (O)