¿Por qué se derrumba la prensa tradicional?

Rubén Darío Buitrón

La crisis financiera de diario El Comercio, que estalló este pasado viernes 3 de septiembre y provocó el despido masivo de periodistas y otros sectores del personal, no es de ahora. Es resultado de una serie de monumentales errores de perspectiva de los expropietarios y del desamor por el periodismo de parte de la cuarta generación de la familia Mantilla, que lo controlaba.

Un medio entra en crisis cuando no existen ni la visión ni la perspectiva necesarias para leer lo que traerá el futuro y cuando sus directivos y periodistas creen que lo digital es, apenas, un traslado de los mismos contenidos convencionales a otro formato. Y un medio entra en crisis, también, como ocurrió con El Comercio, cuando la cuarta generación de propietarios ve dinero donde el lector anhelaba ver información.

Aunque el mundo parezca cada día más pequeño porque contamos con información al momento sobre cualquier hecho que se produce en ese mismo instante, es paradójico que, al mismo tiempo, se produzca una fiebre, una angustia, una necesidad social de conocer qué es lo que pasa en nuestro entorno inmediato.

Los expertos hablan de distintas clases de medios, más allá de que sean tradicionales o digitales: popular, hiperregional, hiperlocal, hiperpersonal…

El ciudadano puede estar informado acerca de las decisiones del gobierno, pero demanda que un medio muy cercano a él le ayude a entender qué pasa en el edificio donde vive, en la calle donde está su casa, en el barrio donde reside.

Y el qué pasa no tiene solo que ver con la noticia inmediata, el hecho sorprendente, sino, sobre todo, con lo cotidiano: ¿algún medio que pueda ayudarnos a encontrar una causa por la cual jugarnos desde nuestro lugar en el mundo?

Las preguntas llueven: ¿algún periódico que nos guíe para conocer las novedades que aparecen cada día cerca del sitio donde vivimos? ¿Alguna razón para sentir orgullo e identidad de la actitud de nuestros vecinos y de la mía? ¿Alguna causa a la cual dedicarse para no olvidar que somos comunidad y que no cabe encerrarnos en nuestras cuatro paredes?

Los ciudadanos deseamos permanentemente renovar nuestras esperanzas y ayudar a renovar las de los demás.

Las personas todavía, a pesar del internet (que suponemos lo tiene todo), necesitan conocer los servicios que ofrece, por ejemplo, un gabinete de belleza o una tienda de abarrotes o una vulcanizadora o un local donde laven y planchen la ropa más delicada que si la introducimos en la máquina de mi casa se puede hacer añicos?

¿Podemos confiar en ellos? ¿Los precios y la atención en esos lugares son adecuados a nuestro bolsillo? ¿El resultado es efectivo?

Hay un nuevo lector, más que un nuevo medio, porque no se puede calificar de nuevo medio a uno digital con uno convencional (periódico de papel, radiodifusora, televisión, televisión por cable, streaming).

Lo que se haga en el presente y en el futuro de la información no depende de la plataforma, soporte, herramienta o como llamemos a un medio que ya no es lo que era hace apenas una década.

Lo que se haga en el presente y en el futuro de la información depende de lo que siempre ha dependido un medio para convertirse en el preferido, el favorito o el indispensable para los ciudadanos: la calidad de sus contenidos, la oportunidad de sus informaciones, la cantidad de servicios que ofrece, la utilidad de lo que cuenta a las audiencias.

El nuevo lector también es nómada. Las ciudades crecen, muchas de ellas de manera caótica y desordenada, y si los medios no salen al paso para dar al lector métodos de protección, de seguridad, de alertas, aquel lector se sentirá en la indefensión, será una víctima del monstruo urbano.

¿Qué es urgente, entonces, para los grandes periódicos convencionales? Que la gente, que el ciudadano, que el usuario sepa que en el medio que elige (insisto, sea convencional o digital) encuentra un “manual para la supervivencia urbana”.

La prensa ha sido siempre un referente esencial para que el lector tome decisiones, pero el quid está en qué tipo de decisiones se nos presenta como alternativas.

Los nuevos lectores (incluidos los milenialls) están en todo, pero, al mismo tiempo, no están en nada. Saben cómo funcionan muchas cosas. Conocen dónde están los lugares más atractivos para viajar o comer. Están al tanto de los destinos turísticos más “in” o más extravagantes, tienen información frívola y científica que a cualquiera de nosotros nos asombran cuando nos la cuentan.

Pero, simultáneamente, ignoran lo que les rodea en su ambiente más cercano, desconocen cuál es la mejor universidad a la que podrían ir y cuyos costos son razonables, aunque sepan con exactitud qué tipo de centros de educación superior existen en Estados Unidos, en Europa o en países desarrollados en América Latina.

Ignoran dónde están y qué calidad tienen los lugares más cercanos: restaurantes clave, los gimnasios, las clínicas, los consultorios médicos.

Desconocen cómo piensan sus vecinos, aunque sean parte de los más fervientes cultores de las series y las películas de Netflix.

Los nuevos públicos hablan de las tendencias musicales y gastronómicas, pero no conocen que hay madres que se han vuelto choferes de sus hijos para llevarlos a la escuela, qué hacen las tribus urbanas con su innumerable diversidad temática, los youtuberos, los animalistas, los veganos, las feministas, los antirracistas, los incluyentes…

Por tanto, hoy existe una situación de cercanía a lo distante y de distanciamiento a lo cercano. Y todo eso es terreno virgen, es territorio listo para crear medios que satisfagan las carencias de información próxima.

Sin embargo, no es fácil construir un medio que los satisfaga.

Tanto se habla ahora del periodismo hiperlocal o del periodismo hiperregional y hasta del periodismo hiperpersonal, pero si quisiéramos armar un medio que se defina como tal, en las tendencias informativas más contemporáneas, no sabríamos por dónde empezar.

¿Se nos ha ocurrido analizar el mercado potencial del medio que estamos pensando hacer?

¿Hemos hablado con nuestros socios acerca de quiénes serían nuestros lectores y cuáles son sus características familiares, sociales, profesionales, económicas?

¿Estamos conscientes de cuánta competencia tenemos, en qué parámetros basa su novedad, su atractivo, su reputación, su prestigio, su credibilidad?

¿Tenemos certeza de cuánto puede costarnos el proyecto, cómo lo financiaremos, quiénes serían nuestros anunciantes, cuáles serían los gastos operativos para pagar uno, dos o tres reporteros, un local adecuado con la logística necesaria, etcétera?

¿Hemos hablado con colegas que hayan intentado hacer un proyecto parecido o similar y que ha fracasado? ¿Sabemos por qué no les fue bien, qué les falló?

Si no hemos dado esos primeros pasos, vitales, ni se nos ocurra iniciar a ciegas un proyecto destinado a fracasar, por nuestro propio desconocimiento del mercado.

La crisis de los viejos medios se basa en no entender a los nuevos lectores, en aprender y aprehender que estamos atravesando otras épocas y que uno de nuestros grandes competidores son las redes sociales, bien o mal manejadas, donde la agresividad y ligereza de los contenidos en twitter o la cantidad inconmensurable de frivolidades y/o militancias de otras aplicaciones se expresan en miles de textos, fotografías, memes, videos y otros materiales comunicativos que circulan por ellas.

El siglo XXI nos ha traído, con singular fuerza, a grandes masas de nuevos lectores, cada vez más jóvenes y cada vez más con la percepción de que lo conocen todo, sin percatarse de que están infoxicados y sobreinformados, de que son víctimas de las “fake news” y la “posverdad”, de que los ha atrapado una telaraña de la que no pueden salir para convertirse en ciudadanos comunes, en ciudadanos de verdad, en ciudadanos capaces de construir una sociedad democrática, plural y sólida que no viva con el pie en el acelerador sino que sepa cuándo frenar y cuándo avanzar para que los espacios de reflexión, debates (consensos y disensos) y deliberaciones se basen en conocer el mundo sin vértigos ni prisas sino en ritualizar el conocimiento de la realidad que nos rodea y no quedarse en los viejos buenos tiempos, cuando la prensa tradicional era un poder fáctico que era capaz de derrocar presidentes, poner embajadores y gobernar de forma taimada y paralela metiéndole permanente presión a quien conduce el Estado.