La comunicación, el agujero negro del gobierno

Rubén Darío Buitrón

¿Por qué falla la comunicación del Gobierno con los ciudadanos? ¿Por qué la comunicación del Gobierno es reactiva y no proactiva? ¿En qué medida incide una deficiente gestión comunicacional gubernamental para que se deteriore la imagen del Régimen? ¿Cómo conseguir una interacción fluida con los ciudadanos?

Preguntas como esas, que tratamos de responderlas cada semana en esta columna, son cada vez más frecuentes porque existe un notorio abismo entre la realidad que se vive en Carondelet y la realidad que se vive afuera y en territorio.

Durante esos primeros cuatro meses de administración del Estado, el Gobierno ha demostrado que no tiene estrategia de comunicación política y que, si la tiene, no la está aplicando de manera correcta.

Cuando en Palacio el equipo del presidente Lasso se felicitaba sí mismo por el indiscutible éxito en la vacunación masiva contra el Covid-19 no era el momento para jactarse por nada, sino el momento para decir: ¿Y después de la vacunación, qué?

El mandatario debió dejar a un lado los aplausos de sus ministros y asesores, hacerlos sentar alrededor de la mesa del salón de reuniones y mirar un mapa (el mapa que su secretario de comunicación debió tener listo luego de consultar con sus colegas ministros) de riesgos y oportunidades, un mapa donde se viera con absoluta claridad que luego de la vacunación masiva (la luna de miel entre el gobierno y la población) se vendrían problemas que empezarían a estallar en el país.

Era cuestión de ver la realidad y trazar líneas estratégicas, no ponerse a la defensiva y evitar la repetición del mediocre discurso del expresidente Lenín Moreno, quien desperdició cuatro años no solo de su vida personal, sino cuatro años de existencia del país.

Moreno abusó de un discurso que al empezar su gestión podía ser canalizado de forma adecuada por sus estrategas (¿los tuvo?), pero se quedó en el lamento, en la victimización, en cargar todas las culpas de sus errores al régimen de Rafael Correa.

Es posible que los diez años del correísmo en el poder haya sido solo un show tan bien montado que se movía en dos frentes: el real, donde se hicieron mal las cosas y se cometieron actos de corrupción, y el virtual, donde la comunicación jugó un rol fundamental para hacernos creer que gracias a la gestión de un presidente todoterreno, estábamos camino al paraíso.

Cuando asumió Moreno nos dimos contra el planeta. No solo porque nos trajo las peores noticias para la economía del país sino porque fue evidente que, al igual que lo que pasa con Lasso, no hubo una estrategia de crisis, no hubo un plan para sostener en alto la imagen del ganador mientras se toman las decisiones esenciales, no hubo tácticas políticas y sociales para gobernar.

Es innegable, más allá de lo que hoy pensemos acerca de ese régimen, que el gobierno de Correa mantuvo una excelente comunicación política y un eficaz acercamiento cotidiano con la gente de a pie, donde un presidente con ínfulas de  rockstar era muy consciente de que al pueblo había que tenerlo distraído con las funciones circenses de cada sábado y la constante inauguración de grandes obras que hoy sabemos no eran tales.

Y así como no se puede negar ese mérito comunicacional del correísmo, podríamos decir que Moreno nunca tuvo otra cosa que hacer que echar abajo lo que había levantado Correa y culpar a este mandatario por todos los males que vivimos los ecuatorianos durante el período de su sucesor.

Sin duda, Moreno nunca tuvo un estratega y un visionario de lo que debía ser la comunicación con los ciudadanos y su único gesto hacia la gente fue mostrar su miedo y sus debilidades al rodear de alambres de púas y concertinas todo el perímetro de la Plaza Grande. Eso era impedir una forma de libertad de expresión como los plantones de la heroica familia Restrepo que cada miércoles se ubicaba al pie de Palacio para exigir que se les devolviera a sus dos niños desaparecidos.

¿Qué hicieron la Secom y luego la Segcom durante el gobierno de Moreno? En lugar de caminar por sus propios pies a un destino previamente diseñado, pasó cuatro erráticos años sin un mínimo plan ni para el Presidente ni para los medios oficiales ni para los públicos, a los cuales los fue desarmando poco a poco, en lugar de fortalecerlos por bien de los ciudadanos.

Moreno debe haber pensado -o algún iluminado le aconsejó- que bastaba con su amistad con los medios privados, quienes debían agradecerle la agonía de la Ley Orgánica de Comunicación (LOC) y, en la práctica, su desarticulación.

Pero ni eso ayudó a Moreno, porque -fue evidente- nunca contó con una estrategia de comunicación ni algo que se le pareciera. Si según él lo que hizo el correísmo fue nefasto, ¿que hizo de distinto a lo del gobierno anterior?

¿No decía que no hubo libertad de expresión en la década correísta? Pues lo lógico era demostrar que sí hubo libertad de expresión en el periodo de Moreno, pero con otras lógicas, innovadoras y diferentes, no con un video de 10 minutos cada lunes donde la vieja política mostraba sus colmillos al recurrir al lugar común de buscar gente que dijera “gracias, Presidente” para hacernos creer que con Moreno hubo obras.

Nada más. Nunca se dio la palabra a la gente común que era la que debía trazar las líneas de contenido, por el concepto de lo que debe ser un medio público.

Por el contrario, se suprimió el consejo editorial y se retiró de EcuadorTV programas de alta calidad y nada ideologizantes como Educarte, por ejemplo. Se redujo a la radio pública y al diario El Telégrafo a una serie de espacios informativos donde imperaba la línea política morenista, con el agravante de que ni siquiera tenía línea política y que su paso por la presidencia de la República fue un camino sinuoso lleno de tropiezos y contradicciones.  

Se pensó que con la llegada de Lasso habría cambios profundos si tomamos en cuenta que él y su gente tuvieron diez años para prepararse, para estudiar gobernabilidad y gobernanza, para conocer las debilidades de sus adversarios, para saber con quién aliarse y con quién no, para levantar a los medios públicos sin mezclarlos con los medios gubernamentales.

Pero no sucedió. Por ejemplo, el proyecto de ley “Creando oportunidades” se debió haber socializado previamente con los sectores sociales, con grupos ciudadanos, con los gremios, con los partidos y movimientos aliados. No se hizo ese trabajo tan elemental y tan obvio y se lo dejó en manos de la desprestigiada Asamblea. Los legisladores se frotaron las manos y devolvieron el proyecto sin analizarlo. Cuando el Ejecutivo pretendió conseguir respaldo popular no lo tuvo porque la gente no sabe de qué va el proyecto de ley.

Una regla básica de la comunicación política gubernamental es conseguir los espacios adecuados (no solo Tik Tok) para permitir al Gobierno comunicar mediante un relacionamiento coherente y eficaz con los ciudadanos.

En el libro “Relaciones Públicas”, de los periodistas brasileños María Aparecida Ferrari y Fabio Franza, fácil de conseguir en cualquier librería del país, queda claro que la estrategia de comunicación con la gente consiste en gestionar el proceso desde el propio ejercicio de quienes están encargados del tema dentro del Gobierno.

Conformarse con la actitud reactiva de invitar a un periodista amigo para que entreviste al Presidente es una gestión bastante simple, basada en el obsoleto concepto de que los periodistas representan a los ciudadanos.

Los periodistas representan a los periodistas. Los ciudadanos a los ciudadanos. Ya llegó el momento de que el Presidente represente al Presidente respondiendo al país en el tiempo adecuado y hablando de forma transparente sobre los temas que todos demandamos saber, aunque cueste decir la verdad.

Ahí es donde, si da una vuelta de tuerca a la comunicación gubernamental, podría Lasso empezar a no parecerse a nadie, sino a él mismo.