En las mismas

Aurelio Maldonado Aguilar

Movido por la pasión a los caballos, treinta y cinco años atrás y aconsejado por un conocedor que terminó siendo un ladrón contumaz, decidí, acompañado de mi hijo, viajar a Zuleta, la mítica hacienda de los presidentes Plaza, para adquirir caballos finos. Y fuimos fletando un gran camión. Recibidos cortésmente mientras pactábamos el pecio, compartimos lugares y mesa de la enorme hacienda y una vez pagado, amontonamos diez caballos y emprendimos lo más rápido posible para evitar problemas, pues existía un paro indígena que empezaría horas luego. En mi V8 de doble convoyamos al camión cargado que venía lento, razón por la cual nos adelantamos un poco para comprar “ayuyas” y queso de hoja en Cayambe y Latacunga. El camión no aparecía. Se esfumó. Desesperados desandamos camino y luego de mucho tiempo logramos encontrarlo con su carga equina al relincho, en las puertas de un burdel. Entramos en búsqueda del chofer dipsómano y golpeando de puerta en puerta lo encontramos totalmente ebrio y dormido en el lecho con una meretriz, también ebria. Dale café negro y arengas, logramos luego de algunas horas ponerlo operativo y al volante, retraso fatal por el paro en ciernes. Horas viajando y ya de noche, logramos llegar a Mosquera, donde el paro ya iniciado lo obstruyó todo con árboles llantas y fogatas. Despierto en mí el líder y el Bolívar, fui de bus en bus de la decena que estaban varados y logré formar un gran número de hombres que no dejaríamos que nos retengan la noche entera y armados, también de palos, nos enfrentamos y logramos quitar los obstáculos. Mi mítico V8 lideró como escolta y recorrimos algunos kilómetros y en altos de Biblián, nuevamente nos retuvieron, pero esta vez con la consigna de linchar al militar que capitaneaba la resistencia, que por mi casaca verde oliva suponían que era. Piedras desde las alturas cercanas hirieron gravemente un pasajero y mi hijo sufrió una pedrada en el pie. Viéndome perdido, en una hamaca de palos y cobijas, ordené llevasen al fracturado al pueblo cercano y la gran mayoría que podía caminar lo acompañaron. Con doble logré atravesar un rastrojo y metí el Jeff en un cobertizo y lo cubrí con ramas, donde pasamos tres días y noches fríos y silenciosos, con agua de sequía y las pocas “ayuyas” norteñas, mientras que los caballos sofocados en el camión esperaban la yerba robada de los bordos. Hoy estamos en las mismas, con agregado de voladores, dinamita, pertrechos y preparación de guerrilla. (O)