Una crisis sin comunicación

Rubén Darío Buitrón

De nuevo el Gobierno ha mostrado un alto nivel de inoperancia en la comunicación, un aspecto político donde se mide la visión, la templanza, la capacidad de leer de manera adecuada el problema en su conjunto, el manejo de información reservada por parte de la inteligencia policial y militar y el liderazgo del primer mandatario.

A casi dos días de que el viernes 12 de noviembre ocurriera la última masacre en la Penitenciaría del Litoral, con 68 muertos y una veintena de heridos, el régimen no daba la cara en un suceso que requería de la presencia urgente del jefe de Estado, Guillermo Lasso, una presencia que proyectara seguridad y que pusiera algo de calma en un país profundamente conmovido e inundado de miedo y estupor.

Cierto es que apareció el vocero de Carondelet, pero en una crisis tan grave no basta la intervención de un funcionario de segunda categoría que, para colmo, introdujo más elementos de incertidumbre cuando asomó en una sorprendente soledad en las instalaciones del ECU 911 para informar que de nuevo estaba produciéndose un enfrentamiento en la cárcel y, luego, para pronunciar un lugar común que, por los hechos ocurridos, resulta imposible de creer: “La situación está controlada”.

Después se refirió a lo que todo el país esperaba y dijo que “en las próximas horas” se presentará el Primer Mandatario para dar a conocer las decisiones gubernamentales en torno a la grave crisis de seguridad penitenciaria, pero pasó todo el sábado y llegó el domingo 14 y (hasta el cierre de esta columna) el presidente de la República no aparecía para explicar qué está haciendo para frenar el imparable desangre por las cuatro matanzas que, hasta ahora, han ocurrido en este año con un lamentablemente balance de más de 300 muertos en total.

Hasta esas horas, Lasso se había limitado a emitir un comunicado en el que, en otras palabras, se defendía de las críticas con el argumento de que “las decisiones judiciales son una limitante para actuar”.

En lugar de comunicar y enviar señales de serenidad y calma a la población, el mandatario torció más las cosas y las complicó.

La Corte Constitucional (una de las involucradas en el comunicado presidencial) respondió con otro comunicado en el que rechazó las insinuaciones de Lasso y pedía al Gobierno que hiciera el trabajo para el que fue elegido, que al menos presentara un plan de acciones destinadas a frenar el alto nivel de violencia carcelaria y a cambiar la situación en las prisiones del país.

Finalmente, pasaron casi tres días, 72 horas, hasta que Lasso decidió convocar en Guayaquil a los presidentes de todas las funciones del Estado en un gesto que puede entenderse de dos maneras: o buscaba una acción positiva que incluya a toda la institucionalidad o la falta de ideas de sus asesores le obligó a escuchar otras propuestas.

¿Qué espera el Gobierno de una sociedad que -además de sentirse incomunicada y sin la información oficial que necesitan los ciudadanos- se va colmando de incertidumbres, miedos, especulaciones e indefensiones que están poniendo en grave peligro la existencia del Estado ecuatoriano?

Por si no lo conoce la cúpula del lassismo, encerrada en una burbuja desde donde es imposible entender y asumir la dura realidad que vive el país, es obvio que un plan de comunicación es un documento estratégico en el que se describen las acciones que se toman para hacer frente a una emergencia o situación difícil en forma organizada. Es como un manual de instrucciones que ayuda en momentos inesperados.

¿Tiene el régimen ese plan? Es evidente que no, tanto así que este sábado hubo confusión entre los comunicados del Presidente y de la Secretaría General de Comunicación y el solitario aparecimiento del vocero oficial. ¿Quién representa a quién? ¿Para qué se nombra un vocero si otras autoridades también hacen vocería (la comandante de la Policía, la ministra de Gobierno…)?

Los crímenes se los comete por acción u omisión. Si al Estado y a la sociedad no les importa la gente que muere en los sanguinarios ataques carcelarios, todos los que nos cruzamos de brazos frente a los hechos somos, de alguna manera, asesinos o cómplices.

La crisis carcelaria no se limita a lo que ocurre en las prisiones ecuatorianas, sino que va penetrando muchas instancias de la cotidianidad y la idiosincrasia nacional, pues se trata de una guerra entre organizaciones criminales que buscan controlar territorios donde puedan operar en la impunidad no solo para la venta local -que es un rubro menor- sino para el tráfico internacional de drogas.

Todos estos hechos espeluznantes que están azotando la moral y el futuro de los ecuatorianos son una bofetada al Estado.

Ya no cabe argumentar que, a seis meses de iniciada la gestión de Guillermo Lasso, se siga sosteniendo que los culpables de tanto caos fueron quienes gobernaron durante una década y media. Hayan sido o no los responsables, hoy tenemos un Gobierno que ya ha cumplido medio año en el poder.

El actual Gobierno tiene una obligación elemental con el país: revertir la situación con ideas y planes inteligentes que se basen, sobre todo, en representar la sociedad en la que queremos vivir.

Pero para que se pueda vivir y crecer en paz, como país, se necesita un Gobierno capaz de liderar un cambio de actitud no solo del poder político sino de todos los poderes, los tangibles y los fácticos.

Y en esa capacidad de liderar un cambio de actitud la clave está en la comunicación, en hacerlo con oportunismo, con precisión, con sensibilidad, con carisma, con auténtica preocupación por lo que viene sucediendo.

Es el momento de que el Gobierno le hable al país con honestidad y transparencia. De lograr consensos mínimos en otros temas para poder concentrarnos -todos los ecuatorianos- en discutir, explicar y dar sentido a la lucha colectiva, en todos los frentes, por el control del delito y de la seguridad urbana y rural.

Para eso se requiere, insistimos, un plan de comunicación de crisis que sea un compendio de directrices diseñadas para preparar a la colectividad (no solo al Régimen) a enfrentar situaciones que están poniendo en grave peligro la institucionalidad, la democracia, la paz social.

No queremos creer que haya llegado al país la necropolítica, que según las redes sociales quiere decir que “para el poder unas vidas tienen valor y otras no, de ahí la política que deja morir a los que no sirven, a los inútiles, a quienes no producen ni consumen, pero cuya existencia muestra el lado más cruel de un Estado que promueve las desigualdades y que permite una pésima y discriminatoria administración de la justicia”.

Sin un líder político y sin estrategias claras y precisas para enfrentar el azote de un mal que venía germinando desde hace más de una década y para el que nunca nos prepararon, resulta imposible no alimentar la desconfianza y el temor de los ciudadanos que cada vez más sienten los efectos de la falta de decisiones, del abandono, de las dubitaciones oficiales, de la impericia para comunicar y convencer a la gente acerca de la necesidad de mostrarnos sólidos, fuertes, serenos, maduros y resueltos frente a la creciente amenaza del poderoso narcotráfico internacional.