Pancho Huerta

Alberto Ordóñez Ortiz

Llegó. Si es que podría llamarse así, porque en realidad nunca se fue. Desde la primera vez que vino a esta, su Cuenca “cargada de alma”, se quedó, porque él también está cargado de alma. Por eso, su abrazo inicial fue extremadamente fuerte, efusivo y total, al punto que ni pudimos, ni hicimos el menor intento por desembarazarnos. Pero, porque así es, o debe ser, la vida avanzó como una exhalación. Atrás quedó el partido Demócrata que fundó, atrás sus glorias, sus reveses. Pese a los últimos, Francisco mantuvo intacta su portentosa reciedumbre ética y espiritual. No pudieron con ella, ni los carcelazos, ni el destierro. Por el contrario, nunca renegó de sus principios. Mantuvo viva su llama dentro del sacro templo que edificó con su ejemplo.  

Su palabra, viva expresión del esplendor que marca a los elegidos, es hondamente visionaria. Sus admoniciones sobre el destino nacional se han cumplido de forma inexorable. Basta verlo y oírlo, para saber que tiene estatura de profeta. Su voz, lo proclama, su lucidez, inflama al viento y se dispara al país y al mundo. Su abrumador carisma, domina instantáneamente todos los escenarios, donde es ya costumbre que nos diga verdades más grandes que nuestros Andes. Luchador infatigable, siempre batalló para transformar de raíz todo lo caduco, lo injusto, lo inhumano, y en tal medida que, viene ejerciendo una presidencia moral incontrastable. La profundidad de su pensamiento nos dirige en línea recta al glorioso encuentro con lo más noble del hombre de aquí, de allá, de todas partes.  

Cuenca acaba de rendir justo homenaje de reconocimiento a la intachable vida y obra de Pancho Huerta, uno de sus hijos más preclaros; hijo, porque se consustanció con esta bella ciudad que, al reconocerlo, se respeta una vez más a sí misma al colocar a la justicia sobre su cenit más radiante y alto. (O)