Signos de ecuatorianidad (II)

Aníbal Fernando Bonilla

Los fenómenos detallados en esta columna en la entrega anterior, sumados a una variable igual o mayor de otros eventos, han ido replanteando el sentir ecuatoriano. La inicial propuesta de noble axiología por alcanzar la libertad desconociendo a la metrópoli ibérica y sentando bases republicanas propias, para constituir un país de signo connatural, como lo hizo el Ecuador (mestizo, indígena y afro) desde 1830, ha tenido estas dinámicas en la historia, a ratos de magnitud cíclica, y de la cual la literatura ha sido instrumento creativo substancial para reflejar lo anotado (así tenemos al romanticismo, modernismo, indigenismo, realismo social…). 

Si bien, se reconoce el acervo de nuestras raíces, también se cuestiona que tales orígenes rebeldes y patrióticos no hayan tenido una continuidad que robustezca esos loables cimientos de igualdad y justicia social, entre otros factores, por una élite política cleptómana y rapaz en el poder, que una vez instaurada desde la clase criolla no fue -ni es- capaz de encauzar líneas de proposición y acción que dignifiquen el pundonor patrio y la imperiosa integración latinoamericana (primordial en plena vorágine poscolonial), que va desde lo cultural hasta lo económico y comercial.

El orgullo identitario no sólo debe emerger cuando la selección clasifica al mundial de fútbol, Richard Carapaz triunfa en el Giro de Italia, escuchamos en el extranjero el pasillo Nuestro juramento de Julio Jaramillo, derrocamos a presidentes tiranuelos, o se entona entusiastamente el Himno Nacional, sino, también cuando a través del aporte solidario, vehemente, disciplinado, transparente, puntual, moral, tolerante, respetuoso y comprometido contribuimos desde la identidad individual para afianzar las identidades colectivas, contando como elemento aglutinante el sentido de pertenencia. 

En Otavalo (ciudad andina de donde provengo), el parque principal se denomina Simón Bolívar, en cuyo centro reposa imponente el busto del mítico Rumiñahui (general de la resistencia incásica). Esto simboliza el legado sincrético que nutre y revitaliza (no exento de tensiones) a nuestra identidad cultural. (O)