Responsabilidad política

La República vive momentos apremiantes, angustiosos hasta cierto punto, como consecuencia de la movilización indígena y de otros sectores sociales, cuyo punto de inflexión es haberse negado a aceptar el diálogo propuesto por el gobierno.

A la par, el decreto de excepción en las provincias de Pichincha, Cotopaxi e Imbabura, dispuesto por el presidente Guillermo Lasso, pone al país en una encrucijada, hasta ahora sin salida.

Excepto los protagonistas, muchos de ellos a lo mejor obligados, so pena de multarlos, nadie duda de la violencia y de otros objetivos, como los de desestabilizar, demostrados con evidencias en estos ocho días de movilización.

Cuando un gobierno se ve impelido en decretar un estado de excepción, en este caso para hacer prevalecer el orden público, las libertades de los otros ciudadanos –la absoluta mayoría- para transitar por las vías, trabajar, estudiar, en suma, para producir, es mala señal.

 Mala señal, porque el diálogo, esa capacidad y anhelo de todo ser humano, no prospera, se lo deja a medias; y ahora, en este caso, no se acoge, sino es la aceptación tácita, vertical, de una agenda tomada como bandera de lucha por los movilizados, para pretender poner en jaque a la república.

Las restricciones constantes en el decreto, sobre todo el derecho al ejercicio de la libertad de asociación y reunión, no solo han llevado a amenazar con extremar el paro, sino a la reacción en la Asamblea Nacional donde bancadas legislativas auspiciantes y propulsoras de la medida de hecho, adviertan con echarlas abajo, a pretexto de solidaridad, del derecho a la protesta, pero enervando los ánimos de los otros.

Nadie quiere un estado de excepción. A lo mejor ni el mismo gobierno; pero tampoco protestas violentas, vandálicas y desestabilizadoras.

La responsabilidad política es todos: del Ejecutivo, del Legislativo, de las organizaciones políticas, de los ciudadanos, ni se diga de los alzados.

Asumirla con entereza y sentido de patria es el imperativo mayor en esos días cruciales.