El separatismo de arroba ditto

Rubén Darío Buitrón

No es nuevo que un influyente radiodifusor guayaquileño proponga que Guayaquil sea una república independiente.

No es nuevo, pero resulta perverso si Vicente Arroba Ditto, director de Radio Sucre, plantea tal posibilidad justo en el momento en que el país sufre los estragos de una movilización indígena en contra de las políticas estatales ha logrado paralizar buena parte del país, incluidas las conexiones viales entre la Costa, la Sierra y la Amazonía.

El discurso de Arroba implica una fuerte carga de resentimiento y otra fuerte carga de arrogancia.

Los mismos resentimientos y las mismas arrogancias que exhibían intelectuales y políticos que pugnaban por la autonomía guayaquileña bajo el gobierno de Jamil Mahuad, cuando se desató la crisis bancaria y financiera más grave que ha sufrido el Ecuador y que provocó que se tomara la decisión de dolarizar la economía nacional mientras se producía la caída del mandatario, quien apenas llevaba un año en el poder.

Durante aquellos años, el cuartel de los separatistas era diario El Telégrafo, de propiedad, en ese entonces, de Fernando Aspiazu, uno de los banqueros que fue uno de los responsables de la crisis a través de los irregulares manejos del Banco del Progreso, uno de los más grandes del país y con enorme influencia en la costa ecuatoriana.

¿Había una conexión entre los discursos seudoindependentistas y la crisis financiera? Todo indicaba que sí, tanto que se procesó judicialmente a poderosos banqueros involucrados en una serie de irregularidades cometidas en sus entidades y en perjuicio de los clientes.

Con la salida de Mahuad y el ascenso del vicepresidente Gustavo Noboa se frenó esa ola que los separatistas pretendían hacerla crecer hasta que el país se vuelva una colcha de retazos.

Una frase pronunciada por Noboa días después de su investidura presidencial fue clave: “Primero, la reforma política. Después, la autonomía”.

Las reformas no llegaron como la mayoría de los ecuatorianos exigía, pero la presencia de Noboa en el poder atenuó los gritos destemplados de aquellos que posicionaban la idea de “Guayaquil independiente”.

No obstante, el país recuerda dos hechos que mostraban que el separatismo radical no estaba dispuesto a bajar los brazos en sus intenciones.

Uno de los acontecimientos fue visto por todo el país a través de los canales de televisión: el matemático Juan José Illingworth, el mismo que proclamaba que la palabra Quito “viene del verbo quitar”, se trepó a una esquina de la calle Pichincha y retiró el rótulo que establecía el nombre de esa calle.

Otro hecho, quizás más grave, fue el robo del libro que contiene el acta original de proclamación de la independencia de Guayaquil, que se produjo el 9 de octubre de 1820.

La noticia causó conmoción en el país, según lo establecieron los medios de comunicación. Según ellos, “el acto habría sido cometido por personas que declararon haber sido pagadas y estaría alentado por quienes buscan la separación de Guayaquil y Guayas del marco de la unidad nacional”. Se trataría de “autonomistas extremos”.

En su libro Mentiras, medias verdades y polémicas de la historia, Enrique Ayala Mora reflexiona que, “paradójicamente, el robo del acta también trajo resultados positivos. Se levantó una ola de protestas en todo el país y se dio pie a que se renovara una postura colectiva asumida por la sociedad guayaquileña (…). Fue positivo, por ejemplo, que con esa oportunidad el alcalde Jaime Nebot Saadi realizara una declaración de voluntad autonomista, pero, indudablemente, en el marco de la búsqueda de la unidad nacional (…). Al fin y al cabo, no hay que olvidar que el lema del 9 de octubre fue “Guayaquil por la Patria”.

Creer que Guayaquil -o Guayas- podría administrarse por sí sola, como un estado autónomo, es volver a los tiempos anteriores a los de la formación de la República del Ecuador.

El libertador Simón Bolívar, preocupado por las voces autonomistas guayaquileñas, lo había advertido a su tiempo: “Con una ciudad y un río no se puede hacer una república”.

Por eso, en 1821 -un año antes de la Batalla del Pichincha- envió a Guayaquil al mariscal Antonio José de Sucre para que persuadiera al triunvirato presidido por José Joaquín Olmedo con el objetivo de lograr que esa región se adhiriera al proyecto de la Gran Colombia, integrado en ese entonces por lo que hoy son las repúblicas de Venezuela, Colombia y Ecuador.

El Libertador -dice el historiador Ayala Mora- pensaba en una “unidad de diversidades como un protagonista de la historia”.

En su libro ¿Último día del despotismo?, Ayala recuerda que Simón Bolívar, como estadista y como político, fue pragmático, es decir, “pensaba que las propuestas debían ajustarse a las realidades locales (…), aunque cada vez propuso gobiernos más fuertes y estables. Postulaba la vigencia de la democracia, pero ponía limitaciones a la participación de las masas, quizá por su obsesión de consolidar el gran proyecto nacional de Colombia…”.

Añade que el Libertador “siempre defendió la alternativa unitaria frente al federalismo y planteó, repetida y vigorosamente, la necesidad de integración de nuestros pueblos sudamericanos”.

Como se ve, las voces autonómicas y separatistas guayaquileñas suelen aparecer en los momentos más difíciles para el Ecuador, lo que evidencia una actitud egoísta o, por lo menos, indiferente cuando el resto del país se precipita al caos, la violencia y los desencuentros entre compatriotas.

Lo más grave, sin embargo, es que se use un micrófono cuyo alcance es popular para proclamar antiguas ideas que establecen una suerte de heridas abiertas entre un sector de guayaquileños y la mayoría de ciudadanos que conformamos esta república.

Resulta irresponsable y temerario un comentario periodístico (?) de esa naturaleza, con un amplio alcance popular, no solo porque trae a la memoria episodios tristes para la nación, sino porque en medio de una severa crisis se pone sobre la mesa un nuevo elemento de carácter polémico que podría agudizar más los graves problemas sociales y políticos que el Ecuador, en su conjunto, no alcanza a visualizar y que los políticos, cuando llegan al poder, encerrados en su burbuja mientras se miran el ombligo, tampoco son capaces de mirar.

En su libro Periodismo y pasión, el maestro colombiano Javier Darío Restrepo dice que “el periodista sirve al interés público, maneja un bien público y no tiene más amo que su público. Por lo tanto, al dar su versión de la realidad no está limitado por ningún interés, excepto el de la sociedad en su conjunto”.

Por todo eso, en casos como el de Arroba Ditto podemos decir, sin dudarlo, que los periodistas somos víctimas de nosotros mismos, de nuestra petulancia y de nuestra ceguera ante la realidad.