El pecado de perjurio  

Edgar Pesántez Torres

Hay un pecado de la Iglesia católica que no está catalogado como “capital”, sin embargo, con la evolución de la sociedad y los dogmas, se debería elevar a esa categoría en consideración a que en estos tiempos es un acto lesivo para la política y, consecuentemente, para la sociedad.  Me refiero al pecado de perjurio que, si bien en los códices jurídicos está contemplado y con fuertes sanciones, poco valor se lo da en el ambiente político, en donde inclusive pasa desapercibido y en buena parte consentido. 

El perjurio es el crimen de presentar un falso juramento. Cuando se jura “por Dios”, a la culpabilidad del pecado de la mentira le añade una infracción a la virtud de la religión, porque es un acto de adoración que se implica a Dios como testigo de la verdad omnisciente e infalible. Tengo un amigo canónico que me alecciona que este pecado pertenece a la categoría de crímenes llamados “mixtos”, que pueden caer bajo en conocimiento de los tribunales eclesiásticos o civiles, de acuerdo a si se considera que hacen daño al bienestar civil o espiritual.

Ahora bien; los candidatos a diferentes dignidades del país, cuando ganan las elecciones, juran cumplir sus deberes establecidos en la Constitución y en las leyes de la República, entre estos el de desempeñar sus funciones por el tiempo que el pueblo los eligió. Desde el presidente de la República hasta el último vocal de una Junta parroquial deben permanecer en sus puestos por el tiempo designado, cumpliendo a cabalidad su trabajo. 

¡En Absurdislandia, esto no ocurre! Toda elección ganada está sujeta a intereses políticos y económicos de triunfador. Así, apenas juran a sus cargos en pocas horas renuncian y aceptan puestos más jugosos y de mayor amase de billusos, cometiendo traición al pueblo y delito de perjurio. Inverecundos ahora “regresan por más”, sin importar siquiera sus travesuras cometidas en los cargos desempeñados, menos de su ineficiencia administrativa.

Nada más perjudicial que retornen los perjuros y traicioneros del pueblo que pasaron por cargos sin pena ni gloria. Ningún mal peor que las reelecciones del mismo cargo o de similares de elección popular. Estos, si la justicia no los ha sancionado, el pueblo debe hacerlo en las urnas. El mejor sistema de gobierno hasta hoy insuperable, se sustenta en la alternabilidad, es decir, en que la dirigencia pública se elija por votación universal y de manera cambiante. ¡No por los reciclados!  (O)