Los políticos, ¿un mal necesario?

Jorge L. Durán F.

Los políticos lo hacen todo. Son una especie de mal necesario. Se mimetizan. Hasta parece que tienen el don de la ubicuidad, igual el de multiplicarse, de perennizarse.

Son ellos los que elaboran y aprueban las leyes; luego las deshacen, las reforman, las acomodan según sus intereses.

Los propios políticos corruptos dictan normas para combatir la corrupción. Entre ellos se denuncian, se deshonran, luego se tapan, y hasta comparten lo saqueado para no pisarse las mangueras.

Ellos claman por la independencia de la Justicia, pero dan la vida por controlarla. Si lo pudieran, de la Dama de la Justicia hasta cambiarían la venda de sus ojos con sus piltrafas íntimas; la balanza por sus bípedas lenguas; la espada por sus uñas largas.

Pero, como muchos, me temo que ya lo hicieron, que lo volvieron a hacer, incluso con la venia de quienes administran Justicia.

En el país del cambalache y del fandango todo es posible. Los corruptos se vuelven inmaculados. Los glosados son desglosados. Los prófugos quieren volver como vuelve el chancho a su cuchitril tras bañarse en el lodo. Y gruñendo todavía.

Del reparto de la Justicia durante los viejos tiempos del Cortijo, pasando por la “pichicorte”, por la década del jalkhcorreato, hasta los tiempos del actual concubinato entre socialcristianos y corresístas, nada ha cambiado, o todo ha cambiado para que nada cambie.

Los políticos enemigos de la libertad de expresión redactan leyes para amordazarla; para que el Estado asome como el dueño de la verdad, que sea el que califique cuándo una información es verdadera o falsa, como en los tiempos de Franco, de Mussolini.

Son los reyes del pacto bajo la mesa. A sus cuatro patas amarran a todos cuantos quieren ser parte de sus festines.

No tienen vergüenza alguna para escalar posiciones, para ser parte de las componendas, para minar el puesto o funciones de otro, para hacer del país lo que ellos quieren, o lo que les da la “regalada gana”.

Buscan ser candidatos por las buenas o por las malas. Si llegan al poder, cualquiera que este sea, allí se quedan para eternas memorias.

Son campeones para desorientar al pueblo, para robarle su memoria, si es del caso volverlo hasta esquizofrénico para que los defienda cuando se declaran víctimas, hasta por la picadura de un insecto.

Claro, la política es una cosa; otra, muy distinta, los políticos de baja laya, los politiqueros. El nuestro es un país lleno de estos últimos. Y se los permitimos.

Allí están; ellos mismo convencidos de ser un mal necesario. ¿Será posible bajarlos? ¿Será posible una poda? (O)