Sobre el último arriero

Tito Astudillo Sarmiento

Un modelo digno de imitar, un eco que se proyecta remontando el tiempo; un símbolo que tiene la capacidad de la representación, la categoría clásica, reservada para significar lo más valioso de la expresión del arte, de la cultura; es la cualificación que utiliza Carlos Vásconez, cuando al prologar El último arriero lo cualifica como una obra y autor que serán leídos, desde ahora, como un clásico cuencano.

El último arriero nos construye como una minga fraterna, como esa mazorca que fundamenta su propia fuerza en el abrazo fraternal, tejido sobre el andar del tiempo por la memoria de un “escritor paciente, de un artesano que pule las palabras con la navaje del tiempo (…) desde la sensibilidad y la inteligencia de un corazón campesino y sencillo: dos palabras que considero el mayor halago que podemos encontrar en nuestro lenguaje y en nuestro tiempo” comenta Juan Suárez.

El último arriero es testimonial, costumbrista y coloquial; testimonial en tanto describe la vida evocando el camino y los pasos; es costumbrista y nos dibuja irracionales en nuestros usos y costumbres, en nuestra forma de andar la vida y gastar los zapatos; y, es coloquial desde el uso del lenguaje sencillo cotidiano, desenredado y tejido con un ritmo que provoca a leerlo de corrido, pero frenando para no terminar…

Eres niño, nos cuenta el último arriero, cuando aprendes a montar a defenderte de los perros, arriar una manada, a esconderte de la lluvia, a no dejarte atropellar por los caballos, a guerrear con los más grandes, eres niño cuando aprendes a vadear una quebrada crecida, bordear la laguna, subir un árbol y, en fin, todos los cotidianos obstáculos que se dibujan en la memoria con sabor a esos ayeres en que crecimos sin prisas…

En cada historia, en cada relato, el último arriero, el primer libro de mi padre, nos invita a reandar los caminos de la memoria, valorar los pasos y reencontrar los motivos que nos mueven, nos impulsan. (O)