La minería ilegal es una amenaza ecológica en Camilo Ponce Enríquez, cantón costanero de la provincia del Azuay.
Lo es desde muchas décadas atrás. Acaso desde cuando se descubrieron sus riquezas mineras, sobre todo, el oro. La fiebre por explotarlo con métodos arcaicos atrajo a propios y extraños.
Vistas aéreas demuestran el altísimo impacto ambiental, de devastación, mientras crece la violencia por las disputas y hasta por el poder.
Los ríos son las principales víctimas de la explotación inmisericorde. Sus aguas están contaminadas. También la agricultura.
Retroexcavadoras de todo cilindraje socavan sus lechos, igual cerros y montañas. Se improvisan campamentos. Florecen imperios mineros con guardias propios. Las mutuas disputas a veces se saldan con violencia. Los desprendimientos de tierra, como consecuencia de las excavaciones, son una constante. Y han cobrado muchas vidas humanas.
En ansia por extraer el oro ni siquiera respeta el centro urbano del cantón. Están socavando el río Guanuche sin ningún permiso. Y si lo tramitaron, sería imposible de obtenerlo, claro, si hay autoridades decentes y cumplidoras de la ley.
Ese afluente atraviesa cuatro barrios urbanos. Aquí la minería ilegal, mal llamada artesanal, hace de las suyas.
El Gala, como otros afluentes, también sufre de similares consecuencias. Ni siquiera se respetan ciertos sectores declarados como zonas de exclusión minera en el Plan de Ordenamiento Territorial de Ponce Enríquez.
No hay procesos administrativos contra concesionarios mineros, aún sabiendo de sus actividades ilegales. Algunos ni siquiera han conseguido regularizarse.
Autoridades ambientales, tras inspeccionar la zona levantaron sus informes, pero ninguno siguió su curso habitual. Lo reconocen ellas mismas. Es decir, no hubo sanciones.
A la hora de evaluar, conviene preguntarse si vale más explotar el oro o permitir daños ecológicos consecuencia de la minería ilegal -incluso de la tecnificada si no cumple las reglas ambientales-, cuyos tentáculos envuelven al poder político.
