Abrazando el vacío

CON SABOR A MORALEJA Bridget Gibbs Andrade

Cuenta una leyenda que, en el tiempo de Buda, vivía una viuda pobre llamada Gotami. Un día su único hijo enfermó y murió. Desconsolada por la inmensa pena, rehuyó sepultarlo y se aferró al cuerpo del bebé. Lo llevaba a todos lados. Recorrió varias aldeas de cabo a rabo hasta que encontró a Buda. Le suplicó, entre lágrimas amargas, que le diera una pócima para que su hijo volviera a la vida.

Buda miró con ternura a la mujer y al niño muerto que traía en su regazo. Te puedo ayudar, le dijo, si me traes una semilla de mostaza para preparar la medicina. Pero sólo hay una condición que debe cumplirse, la semilla debe venir de un hogar donde nadie haya muerto. A Gotami se le alegró el corazón. En todas las casas de la India se guardaban semillas de mostaza dentro de una vasija en la cocina. Mi hijo va a revivir, se dijo para sus adentros. Y salió a buscarla.

Golpeó muchas puertas de muchas casas, pero en cada una de ellas había alguna persona que había fallecido. No había un hogar en donde no lloraran la ausencia de un familiar. Finalmente, la viuda cayó en cuenta que la muerte había visitado a cientos de familias y que ella no era la única que sufría por una pérdida. Miró a su hijo que yacía muerto en sus brazos y terminó aceptando que no iba a volver a vivir. Lo llevó al cementerio y lo enterró junto a su padre. Cuando regresó donde Buda, este le preguntó si consiguió la semilla de mostaza. Gotami le respondió que no la había encontrado, pero que entendió la lección que él trataba de enseñarle.

“Creíste que sólo tú habías lamentado la pérdida de un hijo. La ley natural es que todo cambia y nada es permanente entre los seres vivos”, le dijo Buda.

Cuando perdemos a un ser querido abrazamos un vacío insondable que nos atraviesa los cuatro costados. Algo común que une a las pérdidas de las personas es el empeño en esconder esa ausencia dolorosa o, la tentación de hacer de ese dolor el centro de sus vidas. Entre capítulo y capítulo la vida nos manda pausas para dejar atrás las cargas innecesarias y hacer espacio para que algo nuevo brote y crezca. Así sea como resultado de un profundo dolor.

La moraleja que nos deja esta historia es que nadie se libra del sufrimiento que ocasiona una pérdida. La vida nos recuerda que, tarde o temprano, todos navegaremos en el mismo barco. (O)