Quiero empezar esta reseña desempolvando la memoria añeja de mi abuelo, Abelardo Andrade Andrade, quien fuera poeta, escritor, periodista y colaborador, durante una época de su vida, del diario El Mercurio. Sus días transitaron entre su amada Cuenca y la distante París. En varias ocasiones su alma bohemia se escabulló hacia el Viejo Continente en donde enriqueció su acervo cultural, amplió su perspectiva sobre la existencia humana y cosechó más de una inspiración para sus escritos. Durante las entrevistas que realizó sin ambages a expresidentes como Velasco Ibarra, Galo Plaza Lasso y otros personajes políticos de la época, su carácter frontal y crítico causó más de una incomodidad. Su pluma destilaba ironía cuando tecleaba en su máquina de escribir o plasmaba en papel y tinta su punto de vista sobre el acontecer regional y nacional. Este 19 de octubre se cumplieron 123 años de su nacimiento.
Años más tarde, una de sus nietas, a la que nunca conoció, retomó sus huellas. De niña jamás se imaginó que en el futuro radicaría en la tierra de sus ancestros maternos y mucho menos que algún día colaboraría en el mismo diario con el que una vez contribuyó su inolvidable abuelo. Aunque la vida no les regaló la oportunidad de conversar frente a frente y compartir lecturas y opiniones, ni de disfrutar visitas, tertulias y abrazos apretados, cosas comunes que se dan entre abuelos y nietos, la presencia inefable del abuelo acompaña, presta ayuda y aconseja cuando las manos de la nieta se mueven inquietas sobre el teclado del computador. La pasión por escribir y expresar lo que piensan y sienten les une más allá de la separación física. Su presencia es tan palpable para ella, que es muy natural que lo perciba a su lado cuando se sienta a escribir. Este año, la nieta cumplió una década como columnista de opinión en los diarios El Mercurio y La Nación.
Cumplir cien años no es poca cosa. Y mantenerse como un referente de la prensa austral e imparcial del país durante un siglo, tampoco lo es. Por ello, El Mercurio está de plácemes. En su primer centenario de vida, envío mis felicitaciones sinceras y un abrazo amplio y generoso a todos los miembros que conforman la directiva.
Para concluir, son tres aniversarios trascendentes, cada uno tan valioso como el otro, y todos ellos significativos. (O)