Una campaña electoral significa la puesta en escena de una estrategia que tiene como fin alcanzar la adhesión mayoritaria de los componentes de un padrón electoral.
Para ello la campaña debe pasar una serie de filtros que, a suerte de condiciones, van despejando el laberinto de la preferencia electoral y el imaginario colectivo como escenario de lucha electoral.
El primer filtro significa ubicar la decisión electoral desde la lente de lo emocional sobre lo racional, es decir la empatía efectiva sobre la propuesta técnica, la gente vota a la persona y la capacidad que, sobre ella deposita, para llevar adelante un proyecto; premisa que nos convoca a pensar el diseño y propuesta de venta de la marca personal que se construye en la intersección de la identidad y la imagen.
El segundo filtro demanda pensar el discurso, entendido más allá de la tarima y el mitin, como la marca personal en acción, es decir la línea de conducta, comportamiento y propuesta que se proyecta desde el acumulado histórico que cada cuadro posee como capital personal.
El discurso, entendido así, recoge el acumulado personal como introducción de una historia que se cuenta en proyección hacia la intersección con la expectativa y la necesidad. ¿qué voy a decir?, el discurso; ¿a quién se lo voy a decir?, la expectativa o necesidad del colectivo que se pretende persuadir y adherir electoralmente; y, ¿por qué ha de escucharme?, reflexión en torno a la credibilidad y solvencia que la marca personal construye sobre el colectivo.
Las variables conocimiento y disposición de voto no son directamente proporcionales, esa relación es la pendiente resultante de la estrategia; y, convocando a Napoletancabe la sentencia una mala campaña puede triunfar cuando la estrategia es la adecuada; pero, una campaña brillante está condenada al fracaso cuando la estrategia no lo es; tan simple como evidente que, al apoyar la escalera del triunfo en la pared equivocada, le quitamos importancia a la velocidad con que la subamos…