La elección presidencial copa la atención del electorado. Con mayor razón a raíz del crimen político perpetrado en contra de Fernando Villavicencio, uno de los candidatos.
En medio de ese fragor y por la cantidad de aspirantes, la de asambleístas da la sensación de estar en segundo plano. Mucho influye la pésima calificación a la anterior Asamblea, disuelta al aplicarse la muerte cruzada.
Aquella es una dignidad devaluada. Es vista como el espacio para ganar un sueldo sin hacer nada o poco, para corromper y corromperse, para ubicarse ante el mejor postor, donde prima la supina ignorancia por la baja preparación académica; y, en estos últimos años, el espacio desde el cual se busca polarizar para desestabilizar y oponerse a todo, sin importar el rumbo del país.
Los partidos y movimientos buscan llevar la mayor cantidad de asambleístas. Esto les permitirá conformar mayorías para copar todos los espacios en la Asamblea e imponer sus agendas políticas propias.
Ninguno obtendrá mayoría absoluta. A lo mejor sí el número suficiente como para aliarse con otros y dirigir el Legislativo.
No se requieren mayorías dóciles; tampoco como las de los últimos años. Buscar alianzas, en cuya estrategia también entra el Ejecutivo, es parte del ejercicio democrático, del contrapeso de poderes. Pero hacerlo para imponerse a raja tabla, para oponerse a todo o querer fiscalizar al son del capricho y “por joder”, por desestabilizar, implicará volver a lo mismo; peor incluso, porque no se habrá aprendido las lecciones.
Los electores deben analizar a conciencia sobre a quién dar el voto para asambleístas, si bien la metodología para hacerlo impide escoger a los mejores de entre las tantas listas de candidatos. Es el “castigo” del voto en plancha.
¿Cómo gobernará el próximo mandatario, hipotéticamente con una Asamblea en contra, peor si la comanda el o los movimientos con el mayor número de legisladores y estos no ganan la presidencia de la República?