Desde hace muchos años tengo la costumbre de amanecer en la montaña el primer día del año para recibirlo allí, meditar y establecer un íntimo contacto con la naturaleza. Desde ese punto se admira el paisaje, se siente armonía, paz y en soledad se abre un enorme panorama de admiración, se reconoce a la Madre Tierra, al padre Sol, se recorre con la vista cada rincón, cada planta, cada escondrigo, cada animal silvestre que viene a acompañar. Todos los sentidos se agudizan y la inmensidad del horizonte llena el espíritu, la naturaleza trae paz y sana el alma.
En la montaña se abre el camino de la reflexión, del análisis y de la meditación, los límites se amplían y llegan hasta el infinito; la magia de la naturaleza nos permite el derecho a contemplarla. Quizás por la cercanía, la costumbre, o por el andinismo, me he vinculado con el paisaje de páramo que, siempre, deslumbra; éste, sin tener lengua, nos puede comunicar enigmas, misterios, puede ser muy frío, muy ventoso, muy solitario, quizás hasta peligroso, pero al mismo tiempo se torna espectacular.
El paisaje de páramo sobrecoge, atrae como un imán y nunca es igual. Con el andinista “Chino” Carrión vamos ya más de 55 años al cerro y nunca hemos encontrado un paisaje similar. El escenario es cambiante, los amaneceres o los atardeceres conmueven sin duda, pero una noche de luna sobrecoge. Muchas veces las palabras quedan cortas porque la naturaleza es infinita; sin duda, la montaña mejora el alma. El páramo cuando quiere es duro y feroz y en otras ocasiones amable, cariñoso, gratificante y lleno de luz. (O)