Únicamente cuando ocurren desgracias naturales, el hombre al menos presume de cuan fugaz es su paso por la tierra.
Su afán depredador no parece tener límites desde su aparición en el planeta hace millones de años.
Ha horadado la tierra hasta el límite. Quiere sacar el máximo provecho de los recursos naturales. No siquiera para alcanzar el bien común para todos, sino para un segmento privilegiado, incluyendo ciertos países cuya hegemonía es notoria y, además, imponen el “orden mundial”.
Cuando el Ecuador vive la peor sequía de los últimos sesenta años y el estiaje pone al descubierto todas las piedras de los ríos, el hombre se da cuenta de la importancia del agua, sin la cual la vida de todos ser viviente corre peligro.
Entonces, asimila el valor de los árboles, de la vegetación primaria, de los páramos, humedales y pantanos; de cerros, nevados y montañas; de las aves y animales silvestres, en fin, de todo cuanto puebla la tierra en armónica existencia.
Sí, si no hay una crisis natural de hondas repercusiones como la actual, nadie o pocos hablarían de la belleza y utilidad de ríos y quebradas, de proteger las cuencas hidrográficas, de la necesidad ineludible de reforestar y reforestar, de no abusar del líquido vital; de -como se expresa desde diferentes ámbitos- no subestimarlo ante el oro, plata y cobre; de no causar incendios forestales; de poner coto o limitar tantas concesiones mineras, incluyendo las de explotación de áridos en los afluentes.
Basta con imaginar el estiaje total de sus cuatro ríos, ¿cómo sobrevivirían los cuencanos?
Y lo estamos viendo, sintiendo: como los caudales de esos y otros ríos no son los suficientes para la generación de energía eléctrica, la oscuridad amenaza a todo el país; más el riesgo de eventuales racionamientos del agua potable.
Tras superar semejante crisis, es hora de hablar el mismo idioma en cuanto a la protección de la madre naturaleza. No caben las dilaciones.