“Quien lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”

Cuando se camina en la urbe, se asume y reivindica la propia vulnerabilidad, evidente en el contacto con los otros que ocupan, están y utilizan los espacios públicos con iguales posibilidades, sin que importe ningún perfil profesional o antecedente personal de nadie. Ahí, no es posible auto presentarse para resaltar los atributos personales. Solamente se es desde la actitud y el estar. La igualdad en las calles es una constante reconocida por todos.

Cervantes y Hesse

En realidad, el tema a tratar en esta nota, siempre estuvo inspirado por la vida de Hermann Hesse, premio Nobel de Literatura y autor de muchos libros que tuvieron mucha influencia, sobre todo en los jóvenes, que los leyeron en esas etapas de sus vidas cuando todo es descubrimiento a veces atado a la entusiasta adhesión a lo que recién se conoce y a veces ligado al rechazo, sin ambages, de aquello con lo que no se está de acuerdo.

Las novelas del autor alemán, están grabadas en el corazón de muchos lectores de todo el mundo. También acá lo conocimos, admiramos y, libremente, dejamos que su pensamiento formara parte del nuestro. Siddhartha, Demián, El lobo estepario, Juego de abalorios y otras novelas nos cautivaron hasta el punto de “quemarnos las pestañas” en su lectura. Claro, utilizando la metáfora de leer pese a la oscuridad de la noche, que era resuelta en épocas anteriores a la energía eléctrica – también hoy en día en la contemporaneidad nacional – con la luz de la llama producida por velas encendidas que, a veces, por la pasión del seguimiento ávido de la trama del libro, podía quemarnos las pestañas.

Hesse caminaba, contemplaba, conocía, departía con la gente y se relacionaba con la naturaleza, con los amaneceres y atardeceres, con la canícula del mediodía, con la tierra seca o con la inundada, con la lluvia tenue o las tormentas desatadas. Vivía deslumbrado, buscando la integración con el todo. Vivió apreciando las maravillas de la multifacética naturaleza y también la diversidad en las vidas de la gente que inspiraron las de sus personajes.

Como elemento sobreviniente a la idea de escribir, partiendo de Hesse, sobre la actividad de caminar o deambular, está la frase que llegó a ser el título de esta nota, que la pronuncia el Quijote cuando el mono del titiritero parece ser adivino, en uno de los inmortales momentos de la inconmensurable obra maestra de Cervantes.

Tanto Hesse como Cervantes, reconocen la importancia de caminar. Los escritores, los pensadores, la gente, los que analizan y quieren entender, cuentan con esta práctica como una forma de conocer a los otros y desarrollar humildad compartiendo en espacios comunes como plazas y mercados, calles, barrios y avenidas. También andar es una estrategia para fusionarse con la naturaleza, ya sea en su contemplación profunda o en el diálogo que fluye espontáneamente con ella cuando sabemos que así podemos rescatar nuestra condición de partes de un todo que nos cobija y del cual solo somos un elemento más.

Sociabilidad y respeto

Pasear en el paisaje árido de la zona del alto Jubones es una experiencia tan enriquecedora como la de recorrer los humedales del Cajas y sus lagunas… desde la Osohuaico hasta la Llaviucu pasando por la Mamamag.

La sociabilidad y el respeto al otro se potencian… también la introspección.

Cuando se camina, el instante es una eternidad. Se desarrolla la curiosidad. El merodeo citadino, es una estrategia para el descubrimiento de lo que aún no ha llegado y es siempre una posibilidad. Cuando se camina en la urbe, se asume y reivindica la propia vulnerabilidad, evidente en el contacto con los otros que ocupan, están y utilizan los espacios públicos con iguales posibilidades, sin que importe ningún perfil profesional o antecedente personal de nadie. Ahí, no es posible auto presentarse para resaltar los atributos personales. Solamente se es desde la actitud y el estar. La igualdad en las calles es una constante reconocida por todos. Esta evidencia, que se la siente y asume cuando caminamos en cualquier ciudad del mundo y, por supuesto, en nuestra querida Cuenca, promueve la prudencia y la empatía con el otro a quien se lo respeta sin que exista intención de dominarlo o someterlo.

El flâneur, término del idioma francés que en español significa paseante o callejero y la flânerie que es la actividad del que pasea – ¡el merodeo! – fue un estado de ánimo analizado por intelectuales de todo el mundo. Baudelaire, escritor francés del siglo XIX, popularizó el término flâneur para caracterizar al explorador urbano, observador siempre en vigilia que tiene interés por cada detalle de la cotidianidad, marcado por una actitud de aprendizaje y por la intención de fusión con el grupo y con la vida.

El título de este ensayo es la frase que pronuncia el Quijote, cuando el mono del titiritero parece ser adivino.

Borges, el gran escritor argentino, también reflexionó sobre la dimensión del paseo, describiéndolo como una experiencia casi mística, cuando el caminador absorto en su introspección – otra de las posibilidades de quien camina – llega a ese estado de meditación y contemplación interna.

Andar regocija u oscurece la mirada que a veces ve la claridad y otras tantas la oscuridad, la tristeza o la maldad arrasadora que agrede y ataca. En ocasiones, caminamos desde el sosiego y casi la levitación, en otras lo hacemos desde la angustia y la falta de aire por el desconsuelo y el abandono. Dostoievski, en su cuento corto Noches Blancas, describe el cambiante estado de ánimo de su personaje principal que dedica su vida a caminar por las calles de San Petersburgo conociendo a sus habitantes, pendiente de sus cambios de humor pese a no ser amigo de ninguno; así como de los recovecos urbanos, preocupado por la luz del amanecer que se refleja en su arquitectura o de los crepúsculos impresionantes o a veces desapercibidos.

Caminar en la naturaleza y en Cuenca

Nuestros antepasados caminaban por el Parque Calderón y por las calles de la ciudad, entre amigos, conversando, tomados del brazo, unidos por la intimidad de recuerdos y presentes compartidos.

La naturaleza siempre es un regazo que nos acoge y sostiene. Grandes pensadores universales como Hegel, Nietzsche, Adorno o Sartre, reconocieron a la relación del hombre con la naturaleza como el escenario en el que se forjaron muchas de sus más claras ideas sobre el ser humano y la historia. Por eso caminaron, callejearon, vivieron en el campo o pasearon por paisajes y montañas.

La misma relación espiritual la tienen los campesinos con su tierra, los citadinos con la naturaleza que la sienten como un refugio para restaurarse y tomar nuevas fuerzas. Los científicos para estudiarla. Los compositores musicales para sus obras. Los artistas plásticos para sus pinturas, esculturas o creaciones inspiradas por ella.

Pasear en el paisaje árido de la zona del alto Jubones es una experiencia tan enriquecedora como la de recorrer los humedales del Cajas y sus lagunas… desde la Osohuaico hasta la Llaviucu pasando por la Mamamag. Menciono, a modo de ejemplo, a estos dos escenarios de conexión con la grandeza de la vida natural porque fueron destinos de esparcimiento para mis compañeros de trabajo y para mí, allá por los años noventa del siglo anterior.

Hay quienes, como el escoses Stevenson, autor de la famosa novela La isla del tesoro, que pensaba que para disfrutar debidamente de una excursión a pie hay que realizarla a solas. Este enfoque potencia las posibilidades de ensimismamiento y meditación que se derivan de la actividad de caminar.

El pasear tiene algo que siempre ha fascinado al mundo de las letras.

Caminar solo o con otros, es una experiencia que rescata nuestra naturaleza orgánica y también nuestra condición espiritual. Pasear en urbes pequeñas o grandes, deambular para encontrarse a sí mismo, con los otros o a través de los otros con nuestra dimensión universal, es una experiencia tan natural y por eso tan poderosa a la que todos podemos acceder. Caminar en la naturaleza, para admirarla en primera instancia y luego dejarla tomar el control, es también un acontecimiento sencillo y profundo a través del cual reivindicamos nuestra esencia biológica pese a las fatuas alegorías tecnológicas que jamás podrán reemplazarla.

Nuestra ciudad conjuga las dos categorías: lo urbano y lo natural. En las orillas de los ríos y en sus alrededores cercanos encontramos el sosiego casi prístino de la naturaleza; y, en la urbe a la gente, a la historia y a la cultura.

Nuestros antepasados caminaban por el Parque Calderón y por las calles de la ciudad, entre amigos, conversando, tomados del brazo, unidos por la intimidad de recuerdos y presentes compartidos. Muchos personajes populares e icónicos de Cuenca fueron deambuladores crónicos, el Atacocos, el Carlitos de la Bicicleta, María la Guagua o el aún presente Suco del Cenáculo, hijos de la ciudad a la que amaban o detestaban y la recorrían día a día, viviendo y muriendo.

Por: Juan Morales Ordónez

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