El ahorro de energía eléctrica y de agua potable debe ser una lección con la cual levantarse todos los días y cumplirla a raja tabla.
En época de oscuridad, apagar los focos donde no se está, mermar las horas al frente a la televisión u otros aparatos, abstenerse en cuanto sea posible de prender luces navideñas o árboles gigantescos como se acostumbra en algunas ciudades, debe ser práctica común y corriente.
Si bien el gobierno de Colombia autorizó el uso de sus redes de transmisión para operativizar la venta de energía por parte de la empresa privada, no implica, ni de lejos, la solución a la crisis eléctrica.
El gobierno ecuatoriano está llamado a dosificar técnicamente el consumo de esa energía. Reducir, por ejemplo, de doce a ocho horas el horario de los apagones, según lo advierten los expertos, no conviene por varias razones. Entre ellas, no llueve, el complejo hidroeléctrico Paute está en cero, y no hay certezas sobre la fecha exacta de cuándo comenzará a producirse la energía contratada a otras empresas.
La suspensión del servicio debe ser, dicen los técnicos, durante diez horas. He allí el dilema, sobre todo a actuar con mayor ejecutividad, mucho peor si para diciembre el propio gobierno prometió el fin de los apagones.
Si urge ahorrar energía eléctrica, con mayor razón el agua potable. Sus fuentes primigenias están a la deriva como consecuencia de la sequía hidrológica.
Días atrás el alcalde de Cuenca, Cristian Zamora, hizo un dramático llamado para ahorrar el líquido vital. El realizado no es suficiente.
El de Quito, Pabel Muñoz, pidió igual sacrificio a la población. Similares condiciones deben enfrentar los demás alcaldes; peor todavía los pequeños sistemas comunitarios de agua potable en la ruralidad.
Hay varias maneras de ahorrar el agua. Pero si no hay un real compromiso ciudadano todo se va por la borda.
En tiempos de crisis, en los de “vacas flacas” como suele decirse, ajustarse a tales exigencias es imperativo.