La condición humana cuenta con un elemento básico que es el afán del hombre de perpetuarse. Lo que se ha hecho y se hace en todas las latitudes y en todas las épocas, tiene al menos en el discurso, a la preservación y al cuidado de la vida como su objetivo superior.
La civilización es la suma de todas esas acciones tanto intelectuales como materiales, atravesada -teóricamente- por la idea de sostenibilidad y supervivencia, originariamente de grupos específicos que prescinden de la consideración de la vida de los otros y, justifican esa posición, porque piensan que así precautelan su propia existencia amenazada por ellos, potencial u objetivamente.
Hoy, el discurso filosófico y la normativa jurídica imperante reconocen, por el contrario, la idea de protección y la búsqueda de la sostenibilidad de la totalidad de los pueblos y no solamente de algunos. Claro, con excepciones consignadas sobre todo en lo jurídico que regula la guerra, las agresiones, la destrucción del medio ambiente y otras manifestaciones del egoísmo y la violencia. Lo filosófico, por el contrario, reconoce sin atenuantes la igualdad de los seres humanos, la necesidad de la convivencia pacífica, el cuidado y la protección del ambiente.
La violencia humana proveniente de cualquier grupo, regulada por el derecho y analizada por la filosofía, también tiene justificaciones morales relacionadas con sus visiones particulares, pues cada uno y desde su propio espacio afirman que su accionar violento es el único legítimo porque está de lado del bien y de la justicia.
El cuidado de la vida es lo que mueve doctrinariamente a todos, tanto a los beligerantes como a los que no lo son. El ser humano está compelido a buscar la sostenibilidad, pese a que históricamente esa intencionalidad haya significado y signifique violencia y destrucción de los otros, justificadas históricamente por el cuidado de la suya propia.
Adicionalmente, el ser humano en su afán de mantenimiento y proyección, va más allá del cuidado de la materialidad de la vida y propone su continuidad después de la muerte, que no es sino un paso hacia otras formas diferentes de ser, relacionadas con la eternidad. El hombre rechaza la muerte, busca evitarla en lo material, intenta prolongar la vida por todos los medios y, frente a la ineluctabilidad de la muerte, trasciende y encuentra la inmortalidad en su fusión con el todo, con la divinidad en cualquiera de sus expresiones. ¡Maravilla!
La comprensión de la vida en su relación con el todo
Los saberes ancestrales, especialmente, pero también el pensamiento filosófico y la propia ciencia permiten el entendimiento de la relación de cada elemento de la vida en sus multiformes expresiones, con las otras partes o manifestaciones de la misma, así como de todo este conjunto de materia orgánica e inorgánica con lo metafísico. La unidad conformada por todos estos elementos ha sido vislumbrada por muchos, pese a que otros no se ven a sí mismos desde esta perspectiva y por eso agreden a sus semejantes, al medio ambiente y a las posiciones que los contradigan.
El cristianismo permite comprender la interdependencia de los individuos entre sí y de todos con el medio ambiente, con el universo y con lo absoluto. Insta a respetar a los otros y a cuidarlos a través de prácticas virtuosas como la compasión, la misericordia, el perdón, la humildad y el reconocimiento de la falibilidad propia e intrínseca a todo individuo.
Esta doctrina, si la tomamos desde esa perspectiva puramente conceptual, permite la práctica de las conductas más depuradas, siempre en referencia a la sostenibilidad de lo humano considerado en su totalidad y no desde la unidimensional perspectiva de lo individual o grupal. El cristianismo reconoce a la vida en todas sus expresiones y su universal mensaje la cuida y protege, proponiendo para ello un conjunto de postulados.
El agua, los animales y las plantas, el aire, el medio ambiente y el universo, son manifestaciones de lo sagrado y deben ser consideradas en esa dimensión. El hombre en su relación con ellas, debe respetarlas, cuidarlas y protegerlas porque su vida depende de esas otras formas de existencia. La idea de sostenibilidad es la esencia de la espiritualidad cristiana.
Muchos cristianos notables son ejemplos de esta posición espiritual que asimila la supervivencia biológica y espiritual con la práctica de los preceptos de su doctrina. La vida de San Francisco de Asís es deslumbrante por su refinamiento en búsqueda de la sencillez y la fusión con el todo: animales, plantas, lo celestial y, por supuesto, el prójimo y Dios. Este nivel de consciencia y actitud son para él, Francisco, y para quienes así lo quieren comprender, la forma y el camino hacia la integración con la divinidad. Su vida es conocida por todos. Una de las creaciones artísticas para representarla, en este caso cinematográficamente, fue reconocida como una gran realización porque captó la profundidad de su vida y de su mensaje. “Hermano sol, hermana luna” es su decidor nombre y su director fue el laureado cineasta italiano Franco Zeffirelli, que la produjo en el año de 1972 y recibió la nominación al Oscar como la mejor dirección artística.
La propia institucionalidad cristiana en su versión católica se manifestó con claridad sobre la profunda e inexorable relación del individuo con el ambiente cuando publicó su encíclica Laudato Sí, frase del dialecto umbro del italiano medieval, que significa Alabado seas y que desarrolla su enfoque sobre la casa común y el cuidado del planeta como el hogar de todos.
Con las especificidades de rigor, tienen una posición similar frente a la sostenibilidad, diversas corrientes espirituales como el hinduismo, el budismo, el sintoísmo. Así como los saberes ancestrales de todos los pueblos del planeta… americanos, africanos, asiáticos, polinesios y otros.
Es obligación moral de los seres humanos cuidar y proteger la naturaleza, porque de ello les va la vida.
El individuo
Einstein no solamente fue un genial científico, también sus reflexiones sobre la vida y la historia son conocidas a través de publicaciones que las recogieron. En su obra “Mi visión del mundo” que reúne sus opiniones sobre diferentes temas, cuando se refiere al individuo y a los otros y por derivación a la naturaleza y al entorno, expresa: El verdadero valor de un hombre se determina según una sola norma: en que grado y con qué objetivo se ha liberado de su yo.
Konrad Lorenz, austríaco, ganador del premio Nobel de Medicina en 1973, sabía y sentía la relación del hombre con la naturaleza. Su campo de especialidad fue la etología que compara el comportamiento animal con el humano. Vivió sabiéndose que era parte de una unidad mayor y totalizadora. Murió rodeado de aves, perros, gatos y peces, conectado con esas criaturas que, como él, solamente son elementos de la totalidad.
Nietzsche, el filósofo citado por muchos y no leído por tantos, consideró que la naturaleza no está para ser explotada, ni utilizada irresponsablemente, ni para satisfacer la ciega y falsa omnipotencia del hombre, sino que el ser humano forma parte de ella y debe cuidarla y respetarla.
La compresión de que el individuo no es el centro de nada y si un elemento más del universo, es la esencia misma del respeto a los otros hombres y a las criaturas de toda condición, así como al medio ambiente. La diferencia entre el sabio y los otros -que en muchas cosas son mejores que él- radica en la conciencia que tiene de ser un elemento más del todo.
Los saberes ancestrales, esencialmente, pero también el pensamiento filosófico y la propia ciencia permiten el entendimiento de la relación de cada elemento de la vida en sus multiformes expresiones, con las otras partes o manifestaciones de la misma, así como de todo este conjunto de materia orgánica e inorgánica con lo metafísico, con la divinidad.
Por:
Juan Morales Ordónez