Todo país tiene sus propias leyes, entre ellas las de migración.
Algunas, en especial las relacionadas a los derechos humanos, son parte de tratados internacionales. Si son países suscriptores, tiene repercusión al ser violentadas casa adentro.
El nuevo gobierno de EE.UU. echa mano de su legislación para expulsar a los migrantes cuya estadía dentro de su territorio es irregular, como irregular fue su ingreso.
Serían más de 12 millones los “ilegales”, entre los cuales, como lo sostiene el gobierno norteamericano, están criminales de toda índole.
Otros permanecen bajo el estatus de refugiados, cuentan con asilo político, entre otras facilidades.
Sin embargo, todo tiene su límite.
Como ocurrió con los migrantes colombianos expulsados, los ecuatorianos en similares condiciones llegaron al país esposados de pies y manos, encadenados por la cintura, como si fueran criminales.
Como lo relataron, a poco de arribar al aeropuerto de Guayaquil les quitaron esas llaves ignominiosas, señal inequívoca de vejamen, de violación a los más elementales derechos humanos; y de creerse, sus captores y gobernantes, todopoderosos y hasta inmortales.
Ninguna norma del Derecho Internacional consagra ese tipo de trato en contra de quienes, su única falta fue ingresar a EE.UU. sin los papeles en regla.
Se trata de un abuso de autoridad, de estropear la dignidad humana, y, por lo tanto, es repudiable.
El gobierno ecuatoriano se cruza de brazos ante semejante barbaridad cometida en contra de los compatriotas migrantes, acorralados allá y enviados acá tal si fuesen, repetimos, criminales, o animales silvestres capaces de escaparse de sus jaulas, en su caso específico de los aviones.
El hecho de mantener buenas relaciones entre gobiernos no implica bajar la cabeza y callar ante aquellas muestras de fobia y crueldad.
Protestar, exigir buen trato a sus ciudadanos por parte de otro país, es deber ineludible del gobierno.