La Constitución de Montecristi, redactada y remozada con miras a sobrevivir 300 años, dio lugar a una cantidad de instituciones, cuyas atribuciones implicó el desmedro de otras.
Así nacieron el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (Cpccs), el Consejo de la Judicatura (CJ), otras Superintendencias a más de las habituales, más Defensorías; y el país fue concebido como un Estado de Derechos, no de Derecho; sin contar con el cambio de denominación de otras para hacerlas más rimbombantes y acopio de burócratas.
Muchas, sobre todo las dos primeras, se han convertido en espacios de poder, defendidas milímetro a milímetro por quienes las controlan o aspiran a controlarlas.
Con la primera, el gobierno de turno y su oposición forcejean para tener de su lado al fiscal general, al contralor general, al Consejo Nacional Electoral, al Tribunal Contencioso Electoral, a la Corte Constitucional. Solo para citar a unas cuantas.
Quien controla a ese también llamado Quinto Poder casi lo abarca todo. Si tiene el Ejecutivo, es fácil entender el destino del país, como ya ocurrió. Las consecuencias las conocen todos los ecuatorianos con memoria.
Con el CJ ocurre algo similar. ¿El objetivo? Meter las manos en la administración de justicia, comenzando por la “joya de la corona”: la Fiscalía.
En estas últimas semanas el país es testigo de tantas y tantas argucias jurídicas, de presiones inconfesables, de cambios de ternas, de destituciones para conformar nuevas mayorías, de huídas aunque barnizadas con toma de vacaciones, de tanteos y postergaciones para atisbar cuáles serán sus efectos legales, también de “olvidos” con el mismo fin; y hasta de esperar y esperar para ver quién será el nuevo gobernante o, al menos, cuáles de los 16 binomios disputarán el balotaje.
Son espacios de poder, de trincheras; y, como muchos lo sostienen, hasta apetecidos por los grupos de delincuencia organizada.
Así las cosas, imposible hablar de una auténtica institucionalidad del país.