Es el tiempo que tiene Ecuador para, una vez más, acudir a las urnas. Será la sexta elección en apenas dos años. Si la calidad de una democracia se midiera por la frecuencia con la que sus ciudadanos votan, la percepción internacional sobre el sistema democrático ecuatoriano sería mucho más favorable. Pero no es así.
Sesenta días pueden parecer demasiado para una sociedad que debe hacer malabares para llegar a fin de mes, enfrentando diariamente el impacto de la inseguridad, el desempleo, la crisis en salud y educación. Cada titular, cada mensaje que circula, refuerza esos temores. A ello se suman la falta de acuerdos entre los actores políticos y los insultos dirigidos a los votantes, quienes, pese a las dificultades, se esfuerzan por ejercer su derecho al sufragio. No es la mejor manera de transitar hacia una elección.
Al mismo tiempo, sesenta días pueden resultar insuficientes para dos corrientes políticas enfrentadas, cuyos discursos han polarizado a la sociedad al punto de abrir fracturas profundas en torno a temas que parecían superados. La diversidad ecuatoriana es su mayor fortaleza, y ello incluye la pluralidad de visiones que conviven en el país. Esas diferencias no deberían ser motivo de confrontación, sino una oportunidad para el entendimiento y la empatía.
Este período debería servir para integrar posturas, reconocer discrepancias y buscar soluciones. La confrontación constante solo aleja aún más a la ciudadanía de las decisiones políticas, cuando el desafío real es otro: quien llegue a Carondelet el 13 de abril deberá gobernar con todos y para todos. Aunque, para lograrlo, tal vez sesenta días no sean suficientes.