Si los políticos no pueden controlar su lengua al momento de referirse a sus rivales, devalúan el ejercicio mismo de la política, llevándola a lo más subterráneo de las bajas pasiones.
Muy en especial nos referimos a cuando se hacen denuncias y acusaciones entre sí.
Aún está fresca la denuncia hecha por la ministra de Energía, Inés Manzano, sobre el derrame de petróleo en Esmeraldas a raíz de la rotura del SOTE. Según ella, fue producto de un sabotaje. Hasta el momento no ha entregado pruebas.
Un desastre ambiental de tal magnitud no merece semejantes elucubraciones. Y, como si esto fuera poca cosa, declaró que el alcalde de Quito, Pabel Muñoz, conocería a los causantes del derrame. Habría – dijo- un plan similar para provocarlo en Papallacta.
La rivalidad política, con mayor razón en estos días de efervescencia electoral, no puede llevar a esos extremos. La reacción de Muñoz no pudo ser sino la de rechazar, acusándola de cometer “asesinato reputacional”.
¿Alguien en su sano juicio puede concebir esa insinuación terrible, sin tener ni una sola certeza?
Lo más pernicioso de esa bajeza política llegó durante el debate entre Daniel Noboa y Luisa González.
Se acusaron mutuamente de tener vínculos con el narcotráfico, si bien no de manera directa, pero sí a través de sus compañeros de sus respectivos movimientos y de empresas. ¿Narcopolítica? Cosa grave, gravísima en cualquier país civilizado, con mayor razón si él o ella llega a gobernar.
La mayor descarga la recibió el presidente-candidato. Según su rival, una empresa del grupo Noboa, conocido por exportar banano, contamina el producto con droga. Incluso identificó a quien sería gerente y, a su vez, dirigente del movimiento ADN. A esta, según un papel exhibido por la denunciante, la Fiscalía estaría investigándola.
Empero, el Ministerio Fiscal y la misma Presidencia, hacen mutis por el foro. Urge una precisión.
Denunciar por denunciar parece ser arco y flecha de algunos políticos y funcionarios sin recato.
