Por años, se ha reproducido la imagen de un Dios castigador, celoso y distante. La narrativa dominante lo ha mostrado como un ser inalcanzable, que observa desde lo alto, esperando el momento preciso para imponer su juicio. Bajo esta perspectiva, hemos crecido con la sensación de que, por más esfuerzos que hagamos, nunca seremos lo suficientemente buenos para borrar el “pecado original”, que cargamos sobre nuestras espaldas.
Sin embargo, hay otra cara de la historia que rara vez se menciona. Pocos reconocen que los primeros habitantes del Edén fueron, en esencia, seres desagradecidos que no supieron valorar las bendiciones a su alcance. Eligieron escuchar la voz de la serpiente —instrumento de Satanás— antes que confiar en la palabra de Dios. Desde entonces, la humanidad ha cargado con la idea de que Dios es más juez que padre, más castigo que misericordia.
Con el tiempo, he comprendido que la esencia de Dios no radica en su afán de castigarnos o someternos, sino en su amor incondicional. El problema es que hemos simplificado su figura: lo vemos como un abuelo complaciente que nunca dice “no” o, en el extremo opuesto, como un tirano implacable. Dios no es abuelo, no tiene nietos, ni tampoco pertenece a una iglesia específica; es Padre eterno, cercano y disponible para quienes buscan intimidad con Él.
La verdadera relación con Dios no consiste en una práctica religiosa vacía ni en una lista de prohibiciones. Es una experiencia transformadora que cada quien debe descubrir por sí mismo. No se trata de invocarlo cuando enfrentamos crisis, como si fuera un bombero dispuesto a apagar incendios, para luego olvidarnos de su existencia. Se trata de construir un vínculo genuino con Él, permitiendo que habite en nuestro corazón.
Dios no exige nada, solo nos concede libertad para elegir. Sin embargo, el ritmo frenético de nuestras vidas —marcado por el estrés y el consumismo— nos impide comprender la importancia de lo espiritual. A menudo ignoramos que la verdadera paz, gozo y entendimiento no provienen del mundo exterior, sino de una conexión profunda con lo divino. Por eso, la fe no debería reducirse a rituales o sacrificios. No se trata de rasgarnos las vestiduras, sino de transformar nuestra manera de pensar y actuar. Como en toda historia, siempre hay dos versiones, y tal vez no exista una verdad absoluta. Pero hay una certeza: Dios no es sinónimo de religión, opresión o muerte. Es vida y ofrece vida eterna a quienes deciden aceptarlo.
El concepto de Dios no puede limitarse a lo que otros nos han contado. Es una vivencia personal que solo se comprende cuando se lo experimenta… y cuando eso ocurre, ¡todo cambia! (O)