
Ollanta Humala se suma a la larga lista de expresidentes del Perú sentenciados por corrupción.
La Fiscalía lo acusó de lavado de activos, en otras palabras, de recibir aportes ilícitos para financiar sus dos campañas electorales. La segunda le permitió acceder al poder.
Dichos aportes los recibió del gobierno de Venezuela y de la empresa brasileña Odebrecht, cuyos tentáculos también llegaron al Ecuador y, como consecuencia, hay un exvicepresidente de la república preso; pero los ecuatorianos no olvidan la trama ni el contexto político.
Junto a Humala, también fue sentenciada su esposa Nadine Heredia por los mismos motivos. Habiéndose puesto a buen recaudo en la embajada de Brasil en Lima, el gobierno de Lula le otorgó el asilo político, desatando una ola de críticas.
El exmandatario debe permanecer en la cárcel durante 15 años, según lo determinó un juzgado penal.
No hace mucho tiempo, la justicia peruana logró la extradición, desde Estados Unidos, de otro expresidente, Alejandro Toledo, también condenado por corrupción. Tampoco se olvida el caso del exmandatario Alan García por los mismos motivos.
Humala, Toledo y Pedro Castillo estarán recluidos en el penal de Barbadillo. El tercero, es investigado por el delito de intento de golpe de Estado.
Las comparaciones son odiosas, suele decirse; pero, en el caso del Ecuador, un expresidente sentenciado a ocho años de cárcel por corrupción, sin derechos políticos, y procesado en otros juicios, lejos de ser extraditado, se pavonea por todo el mundo, enarbolando su teoría de persecución política. Goza, además, del asilo político concedido por el gobierno de Bélgica.
La justicia, a la cual él acusa de parcializada, como de vendida a la Fiscalía (la teoría del “lawfare”), no ha logrado la extradición, enredándose, más bien, la maraña diplomática; peor la detención, por parte de la Interpol, como parte del caso del secuestro fallido a Fernando Balda, en Colombia.
Las diferencias lo dicen todo.