En tiempos donde la fugacidad y la banalidad parecen dominar las agendas sociales, se vuelve imperativo mirar atrás con hondura y sin prisa, para reencontrarnos con las raíces que configuran nuestra identidad. Chordeleg es más que una geografía adornada de artesanía y paisaje, un crisol de historia, de oro ancestral y de cultura viva. Y su memoria, que parecía enterrada bajo la costra de la modernidad, emerge gracias a testimonios como el que me ha sido confiado, y que aquí comparto con gratitud y convicción.
Este testimonio, publicado originalmente en la Revista Antropológica Nº 6 de la Casa de la Cultura Núcleo del Azuay y replicado más tarde por la prensa local y nacional, relata los hechos de mediados del siglo XIX, cuando los hermanos Antonio Heduvides e Ignacio Serrano y Serrano, seducidos por los relatos auríferos del cerro encantado Fasayñán, se trasladaron a Chordeleg en busca de fortuna. Sin saberlo, estaban abriendo también una veta de memoria y de sentido.
No fue solo oro lo que encontraron, sino vestigios de una civilización que nos interpela desde el subsuelo. El primer hallazgo fue un sepulcro de cacique, con objetos de arte y siete arrobas de oro, que hizo a don Antonio escribir a su hermano: “No podemos recoger en chispa lo que yo he encontrado por arrobas”. Oro tangible, sí, pero también simbólico: una metáfora del alma cultural que late bajo nuestra tierra y que aún espera ser desenterrada por el espíritu.
Relatos como el de Antonio G. Serrano Iñiguez, nieto de su homónimo, permite no solo recuperar episodios notables, sino entender que la historia no es una sucesión de anécdotas, sino una fuerza que nos constituye. Ya lo había contado el profesor Rodolfo Espinosa García, en la Revista Amanecer (1952), sobre las aventuras en busca de trabajo y riqueza de los Hnos. Serrano y Serrano
Chordeleg y Sígsig, guardan una riqueza que va más allá del oro físico. Su verdadero emporio está en la memoria cultural, en ese entretejido de mitos, lenguas, saberes y oficios que los pueblos originarios supieron preservar con tenacidad. Cuando el mundo redescubre el valor del patrimonio inmaterial, es momento de afirmar que no somos hijos de la escasez, sino herederos de una opulencia más profunda: la del legado simbólico, artístico y ético de nuestros ancestros.
Este artículo es apenas un trazo de otros que buscarán rescatar episodios, nombres y símbolos del pasado. Porque no hay verdadero desarrollo sin memoria, ni turismo sostenible sin respeto por lo ancestral. (O)