Nos estamos yendo sin irnos. Estamos regresando sin saber a dónde nos fuimos. Atenazados por un impredecible presente imploramos por un futuro urgente.
La humanidad como que recién se da cuenta de que es humanidad. El hombre comienza a darse cuenta de que apenas es un punto microscópico en la infinitud del inmenso infinito.
El mundo, este rato se asemeja a las hormigas en cuyo nido una mano invisible en la oscuridad de la noche esparce algún veneno que, siendo mortífero, hace efecto a cuenta gotas.
El coronavirus, invisible al ojo humano pero letal cuando ingresa al cuerpo humano, tiene en vilo a la humanidad.
No es ni será la primera pandemia que azote a la humanidad. Miles de millones de personas han muerto a lo largo de la historia por esta causa.
Esas pandemias son parte de esa historia, aunque los muertos ya son polvo y ceniza, y ya ni siquiera eso; y los que los recordaban tampoco están ya en el recuerdo de nadie.
Fueron tiempos en los que lo que pasaba en una parte del mundo no lo sabía la otra; o las pestes se complacían diezmando solo a una de esas partes.
¿Y ahora? El mundo vive la época de la globalización. Se globaliza la economía, se globaliza la tecnología, el conocimiento. Pero también se globaliza la ignorancia, la levedad, la frivolidad, la ‘nanedad’.
La globalización no es para todos. En unos casos es para seguir perpetuando el dominio de unos sobre otros, de unas naciones sobre otras, del hombre sobre otro hombre, del ansia desmedida por regir los destinos del mundo.
La globalización tecnológica permite tener al mundo sobre la palma de la mano. El coronavirus, nacido, creado, mutado o inventado en aquella gran ciudad de la China, cuyo nombre y gustos alimenticios recién nos enteramos los que vivimos al otro extremo de la tierra-, es la primera pandemia globalizada.
Y globalizada por el mismo hombre, que en pocas horas o días puede estar en Asía, en Europa, en Australia, en África, en América.
El hombre, pasaporte en mano, visa en mano, dinero en mano, alegrías, sueños y esperanzas en sus corazones, cargando sus maletas cruza los controles migratorios acaso sin saber que es huésped del letal virus.
Aquel huésped vuela por el mundo, y como en la similitud del nido de hormigas esparcido de veneno, el hombre, como lo harían las hormigas, se ofusca, trata de ponerse a buen recaudo; y, al contrario de estos animalitos (acaso los más solidarios de la tierra), mirando al cielo o cabizbajo busca explicaciones de por qué, por qué, echa la culpa a otros, pero jamás a sí mismo en el colmo de su orgullo, vanidad y prepotencia.
Unos, incluso, como ha pasado en otras épocas con otras pestes, hablan de un castigo de Dios. Otros, que son los más, responden que Dios no castiga, que Dios perdona. A ese Dios, indiferente a los credos religiosos, el hombre, desesperado vuelve a tocarle el hombro.
Y, merced a esa globalización, el coronavirus copa los noticiarios, copa la cabeza de todos, rebasa la memoria de los dispositivos electrónicos. Estos, ahora, no es que están al servicio del hombre, sino que manejan al hombre. Les tiene atado y hasta pensado por él.
Por el espectro radioeléctrico, las 24 horas del día cruzan miles de millones de mensajes, comentarios, interpretaciones, consejos médicos, oraciones, informaciones -la mayoría sin fuentes comprobadas-, desmentidos, inculpaciones, curas milagrosas, curas piadosas, incluso hasta cómo lavarse las manos y hasta cómo orar. ¡A qué extremos llegó el hombre!
Es la primera pandemia que, frenética, viaja las 24 horas del día por redes sociales, arrastrando con todo, todo.
En países donde el arte de vivir aún es una especie de magia, y a sus habitantes no se les ha empedrado la cara, ni el corazón, el coronavirus les ha despertado el buen humor. Y, a costa de él se las pasan produciendo, compartiendo y reproduciendo miles de mensajes, caricaturas, chistes y dibujos, claro, como creyendo que esto les vuelven inmunes al virus, pero que aún sabiendo (¿solazándose?) que no lo portan ya lo llevan en el corazón.
Cada quién, desde su credo religioso interpreta la Biblia. Las grandes potencias entran en una especie de guerra fría para saber cuál primero descubre la vacuna contra la moderna pandemia. Y entre ellas, soterradamente libran otras batallas: la de la hegemonía, la del control del mundo, sobre todo en lo económico, que no mira al hombre en tanto en cuanto ser humano.
Y en medio de esa vorágine, pocos, muchos –no lo sé- hilvanarán la certeza de que si bien las guerras matan, destruyen, separan y expulsan familiares, tarde o temprano terminan.
Terminada una guerra, simplemente se cuentan los muertos, se contabilizan las pérdidas materiales, y punto. Así es frialdad humana.
¿Y la pandemia del siglo XXI? Llegó. Está aquí. Se incubó en todos los continentes de la tierra. Los hombres la esparcen unos a otros. Pero no saben cuándo terminará. Y eso les angustia.
La guerra hace que hombres, mujeres y niños huyan, busquen asilo y, en el mejor de los casos, que en otro lado se les levante un refugio, donde, entre conocidos y desconocidos, compartan el hambre, el mismo baño, el mismo sol, la misma desesperación y, acaso, la misma fosa común, la misma cruz.
Pero el coronavirus ha hecho que los seres humanos huyan pero dentro de sus mismas casas, de sus propias fortalezas, en las que se creían inexpugnables. Ahí les tiene arrinconados. Sin decírselo les dice no salgas. Y, cual león que ataca desde la espesura, les impide estar juntos, hasta de darse las manos, un abrazo, un beso, por más fingido que sea.
Y ahí está el hombre, encerrado, por miedo u obligado pero encerrado. Engreído porque se cree el rey de la creación, divina o como la conciba, nunca imaginó que un microscópico “individuo” le haya bajado de su pedestal de gloria efímera, de superhombre efímero, de explotador efímero, de contaminador efímero, de consumidor efímero, de pretencioso efímero, de sabelotodo efímero.
Ahí están los hombres obligando a que otros se encierren. No importa que los obligados deban hacerlo en covachas en las que, con los suyos, compartan la misma cama, el mismo techo, la misma hambre, el mismo bolsillo vacío, el mismo frío, el mismo calor.
La soledad se esparce por el mundo. Gran parte de él se convierte en hospital; igual las casas que albergan a sospechosos y contagiados. Médicos, enfermeras y tantos otros humanos que luchan para que otros humanos no mueran, vuelven a ser revalorizados. Ellos son ahora imprescindibles, aunque se jueguen su vida y la de los suyos.
El vecindario ignorado, el amigo olvidado, el compañero incomprendido, el que la indolencia y egoísmo hacen creer que cumple el trabajo más bajo (ninguno lo es), en estos momentos en los que todo sobrecoge y ensimisma vuelven a ser parte del corazón ajeno.
Mercados, puertos, calles, parques, los modernos molls que concentran a gran parte de la “mancha humana” ávida de consumismo, plazas, vías, estaciones de tren, autopistas, iglesias, están vacías, en silencio, y de noche más todavía. En algunas ciudades como que la noche comienza ni bien termina el medio día.
¡Nunca te imaginaste, hombre, hombre mortal, que no eres el dueño de la tierra; apenas sí, parte de los pasajeros que viajan en esta nave llamada tierra, en la que no eres ni siquiera capitán!
En los hospitales, médicos y enfermeras luchan para que la gente no se muera; en los laboratorios se libra otra lucha para encontrar una vacuna; en algunas ciudades la gente desespera porque no puede sepultar a sus muertos, ni siquiera despedirlos, mientras un anciano Papa, desde su soledad, que la amplía y profundiza la fortaleza donde habita, lanza a Dios un pedido (¿un grito?) de clemencia universal.
Los pueblos se bloquean entre sí, ni se diga entre naciones. Unos tienen recelo de otros, incluso entre familias, entre amigos, entre vecinos, entre compañeros.
Nunca antes a los hombres que pueblan la tierra se les ha visto caminar o estar de pie, tapados nariz, boca y manos, aseándose a cada rato, estornudando como a sí mismo, preso de sí mismo, temeroso, en suma, valorando la vida, a la madre naturaleza, ayer nomas pisoteada, escupida, contaminada, esquilmada, explotada hasta sus tuétanos, desmembrada de sus animales salvajes, de sus aves, de sus glaciares, roto su cielo azul, igual sus cerros, sus nevados, sus bosques, sus montañas, embarrados sus océanos, su aire, su exacto equilibrio en el universo infinito, y por infinito, misterioso, impenetrable e insondable.
Es, quizás, el momento más duro del hombre. Su existencia está a merced de un microscópico ser, cuyo “aparecimiento” o manipulación será otro round para los que controlan (¿manipulan?) el mundo.
No será el fin de la especie humana, pero sí de su posible regeneración, la del planeta, la de las relaciones entre las naciones, la de las conciencias, la de su relación con Dios, independientemente de si crea y tenga fe –fe sobre todo- en él.
Hasta tanto, los hombres duermen, anhelando que, al despertarse, esto que soporta el mundo, solamente sea una pesadilla.