Texto y fotos: Andrés V. Mazza
Falta un minuto para las nueve de la mañana y Marcia Ávila dice que está atrasada. Su hijo ya se adelantó a la casa de su abuelita. Él tiene que rendir una prueba a través de una pantalla y Marcia tiene que ayudarle a conectarse con su profesora.
Marcia está agitada, se mueve de un lado al otro, no tiene tiempo para hablar con nadie. No obstante, dice algo que pareciera que quiso decirlo desde hacía mucho tiempo:
“Ahora me toca hacer de profesora. Tengo que trabajar, cocinar, limpiar y ayudar a mis hijos. Son muchas cosas. Pero por lo menos tenemos a mi mamá que tiene internet y mis hijos pueden estudiar y hacer sus tareas”
La sobrecarga de labores es evidente entre las madres desde que inició la pandemia, sin embargo, cualquier esfuerzo físico y mental es válido cuando el fin es ayudar a sus hijos. Y por lo menos, Marcia es quien hace un sacrificio descomunal para apoyarlos, principalmente, en sus estudios.
Tras la declaratoria de la emergencia sanitaria por el Covid-19 en Ecuador, una de las primeras actividades en suspenderse fue la educación. De la noche a la mañana, las escuelas lucieron vacías y el silencio imperó en las aulas.
En un principio no hubo mayores detalles. Desde el Ministerio de Educación y el Comité de Operaciones de Emergencia (COE) nacional se decidió que no habría clases por quince días, pero con el transcurso de los días, la situación se volvió incierta hasta que se dispuso que las aulas serían las casas de los estudiantes y el internet un aliado para que niños y jóvenes se adentren al «mundo online».
La otra pandemia│
Marcia vive en Buena vista, una de las docenas de comunidades que tiene el cantón Sígsig. Allí, en donde las calles trazadas son de tierra y las casas son de adobe, el ya no tan nuevo coronavirus no tiene cabida. Su población camina sin mascarilla y el aislamiento y el distanciamiento social no existen.
Lo que sí existen son los resultados de la afección económica y de la paralización de actividades que han provocado el cerrar y suspender todo. Pero sobre ello están los niños y adolescentes, quienes no asisten a las aulas desde hace un mes y medio.
Solo en Sígsig hay alrededor de 6 500 estudiantes, y en su mayoría viven en lugares alejados al centro cantonal. Y esa lejanía tiene sus consecuencias que han salido a flote con la emergencia sanitaria en el país y paralelamente con la disposición del Ministerio de Educación de activar una plataforma digital para que los estudiantes ingresen a través del internet y estudien.
Pero en las zonas rurales, en donde no se le ha dado la importancia a la pandemia, hay otra: el inexistente servicio de internet y la falta de recursos económicos para comprar una computadora.
Cómo hacen las familias que no tienen internet fue una pregunta constante que se hizo al Ministerio de Educación (solo en el Sígsig, el 80% de estudiantes no tiene acceso a internet). Y desde esta cartera de Estado se implementó, como respuesta, otros recursos para llegar a lugares que todavía son precarios.
A través de la televisión se empezó a dar clases, pero si uno llega, por ejemplo, a San José de Raranga, una parroquia de Sígsig que se encuentra a una hora de Buena Vista, la señal de televisión es mala.
Otra de las estrategias, y que ha resultado mejor, fue imprimir el plan educativo que está compuesto por actividades que deben realizar los estudiantes a diario y entregarlos casa por casa. Pero este sistema tiene dos grandes problemas: la distancia que hay entre los hogares y la responsabilidad que recae sobre el estudiante, que a veces, es el único que sabe leer de su familia.
“Solo cuando está en el territorio se da cuenta de las cosas. Hasta el momento hemos repartido 1 600 fichas pedagógicas, pero nos falta mucho trabajo por hacer. Hemos trabajado con los rectores, con los GAD, con las tenencias políticas para poder llegar a la mayor cantidad de niños”, dice Lorena Vázquez, directora distrital de Educación en el Sígsig.
Lorena está sentada. Se toma un descanso tras un día largo en el cual solo se han podido entregar las fichas pedagógicas a tres familias a las que se han llegado a través de caminos de tercer orden, por donde solo se puede andar con un vehículo 4X4.
En esas visitas no se necesitó mayor esfuerzo para darse cuenta de la diferencia abismal que hay entre la ciudad y el campo, y de lo frágil que se vuelve la vida para los niños cuando no asisten a la escuela.
La vida en el campo│
Kevin, de 13 años, recibe en sus manos la ficha pedagógica. Las funcionarias de Educación le explican que lo debe hacer. También le indican a su abuelita en qué consiste esas hojas que tiene el niño. Ella solo asiente, y con vergüenza dice que no sabe leer ni escribir, pero muy rápido dice, con orgullo, que la mamá de Kevin sí sabe, y que ella podrá ayudar a los niños.
Kevin, tras escuchar a las funcionarias, corre hacia donde está una vaca para ordeñar. Pareciera que le importa más estar con el animal que leer las fichas, que por cierto, ya no tiene en sus manos.
A unos cuarenta minutos de la casa de Kevin, que está compuesta por un par de cuartitos y un espacio para cocinar en leña, dos niñas y un niño con las caras y manos sucias están hincados recogiendo papas. Con ellos están sus abuelitos y su mamá, quien es sorda.
“Dígale a la mayor que estudie. Está ociosa. Solo el varón estudia. Él se reúne con otros compañeros para hacer los deberes porque no entiende. La chiquita tampoco estudia. Cerraron la escuela y todo se complicó”, dice Rosa Jarro, la abuelita de los niños. Ella no sabe leer.
La responsabilidad de cumplir con las tareas ha terminado en los pequeñitos que cosechan las papas que luego venderán. En su caso es casi imposible que culminen las tareas.
“Ahora estamos entregando guías, pero con eso no se cubre porque hay una dispersión de mi parroquia. Hay familias que tienen más de cuatro hijos. Los estudiantes se van con muchos vacíos y ahora es más. En el futuro no entrarán a la universidad, y por ende nuestros pueblos quedan relegados”, dice Susana Urgilés tenienta política de San José de Raranga.
Aunque el Covid-19 no ha golpeado a las comunidades con la enfermedad, sí ha agravado más ese círculo en el que viven los niños del campo, en donde no hay transporte, no hay internet, las vías tienen docenas de cráteres y en donde los famosos kits de alimentación solo se ven en las fotos que comparten los políticos del país. (I)