En Uyni, Bolivia, están descarrilados, retorcidos, grafiteados, saquedados, vagones y máquinas, reflejo de la «Fiebre de la plata.
Uno a uno llegan los carros todo terreno. Es la primera parada antes de continuar con destino a atravesar el salar de Uyuni. Los conductores advierten a sus pasajeros que son máximo veinte minutos para visitar y hacerse fotos. A pesar de la advertencia los tiempos no se cumplen. Todos quieren tocar los hierros, buscar indicios del pasado, rastros, algún recuerdo de lo que fue el auge y declive de la minería. Es un escenario apocalíptico donde los visitantes dan rienda suelta con sus dispositivos para llevarse una selfie, un registro, un documento que certifique que efectivamente estuvo ahí.
Los turistas, con su presencia, dan vida a un espacio de silencio y formas bañadas en oxido, testimonio de abandono, olvido y tiempo.
De la ciudad de Uyuni, a tres kilómetros se llega al Cementerio de Trenes, ubicado a 3.700 metros de altitud, un testimonio del auge minero en el lugar que fuera la primera estación de trenes a finales del siglo 19, en la época conocida como la “Fiebre de la plata”.
También se explotaba oro y estaño, que se comercializaban vía férrea con Antofagasta en la costa de Chile.
En la actualidad, los trenes de carga son cadáveres a plena intemperie.
Las locomotoras y vagones han sido intervenidas por pintores y grafiteros cuyos trazos se perpetúan dejando mensajes cuestionadores o irónicos: “Aquí yace el progreso”, “se necesita mecánico con experiencia”, “Así es la vida”.
También han llegado los chatarreros que han desmantelado todo aquello que estaba a su alcance, salvándose los robustos y pesados hierros, que con la fuerza de un hombre no es posible moverlos, peor, llevarlos a un deshuesadero o lugar de fundición de metales.
Todo este proceso lo vivieron los habitantes de Uyuni con la construcción de la vía férrea en 1899.
La explotación de las minas de plata de Huanchaca era el gran foco del desarrollo industrial. Incluso muchos pueblos surgieron a orillas del carril de las vías férreas.
Desde Uyuni, los trenes partían repletos con los preciados metales y a su regreso traían gente de distintos geografías del país en busca de oportunidades.
Si bien la materia prima estaba en Bolivia, fueron las empresas extranjeras las que explotaron esta riqueza; por lo tanto, el dinero también salió de sus fronteras.
Después de varios años de explotación, los precios de la plata cayeron y la explotación ya no era rentable. El auge minero entro en decadencia, dejando como testimonio el Cementerio de Trenes.
Cuando cae el sol y la noche baña con su oscuridad, el cementerio de trenes recupera su silencio con un frio que resquebraja la piel, un contraste entre la vida, el turismo y el abandono. Es como si el eco del poema de Gustavo Adolfo Bécquer resonara en su atmésfera: ¡Dios mío, qué solo se quedan los muertos! (F)
Texto y fotografías:
Humberto Berrezueta Durán.
-Fotoperiodista-
Especial para El Mercurio-Cuenca.