Por CONNECTAS
La diversidad cultural de las Américas tienen un común denominador que las atraviesa desde Canadá hasta Argentina: gente de rituales y memoria.
Los servicios funerarios colapsados y la escasez de ataúdes son solo un par de elementos de una pesadilla que va mas allá de un apresurado entierro o una obligada cremación.
La tristeza pareciera quedarse flotando en el aire. Prevalece el temor sanitario al cuerpo que en vida estuvo contagiado.
Desde muy temprano las autoridades establecieron protocolos para los funerales de personas fallecidas por covid-19.
Las indicaciones son ya conocidas: no tocar el cadáver ni sus pertenencias. En caso de fallecer en hospital, luego de que el cuerpo sea sanitizado deberá ser trasladado a la morgue en una bolsa hermética.
Después será puesto en un sarcófago donde los familiares no podrán ver al difunto y en el funeral solo podrán ser acompañados por un número limitado de personas. En algunos paises, la única opción es la cremación.
Ahora todo es diferente: está prohibido llorar en los brazos de alguien. Para la antropóloga mexicana Ericka Álvarez Juárez, la relación con la muerte es un símbolo que nos da identidad y va más allá del folklore.
“Es esta trascendencia del ser humano, por eso acompañamos al muerto, por eso le hacemos esta procesión, esta fiesta, este colorido. Y queda ahí, en la sociedad, en el contexto social”, explica.
Con la pandemia, estos rituales han sufrido transformaciones forzosas en la región, una región abigarrada con varias culturas pero al unísono de un lazo en común, el abrazo con la muerte.
“El arraigo identitario que los latinoamericanos tenemos al sentido de la muerte (…) implica acompañar a nuestros ancestros a la trascendencia de la muerte; por eso lo velas, por eso en algunos pueblos y en algunos barrios prenden incienso”, explica Álvarez Juárez.
En Colombia, Alba Patricia Núñez escribió en varias hojas de papel todos los nombres de las personas que llamaron para darle las condolencias por la muerte de su padre en días pasados, según relata el diario El Tiempo.
Uno por uno los fue pegando sobre las sillas vacías del salón funerario; esa presencia simbólica de sus acompañantes mitigó un poco el dolor.
A Marco Núñez, de 79 años, padre y abuelo, lo aquejaban varios males físicos: el cáncer de estómago, el marcapasos, una enfermedad pulmonar y el dolor en los riñones solo podían ser controlados a través de medicamentos.
En medio de la cuarentena, el panorama empeoró. Los médicos dijeron a la familia que lo mejor era prepararse para el final, un final cercano y doloroso.
“Ahí fue cuando yo llamé a la funeraria y en donde me explicaron que no íbamos a poder tener una misa, y que a las honras fúnebres no podrían asistir más de cinco personas, lo mismo que en la cremación”, contó Solange, hermana de Alba Patricia.
En un papel, a los pies del féretro, el nombre de su esposa de 83 años lo acompañó durante el breve velorio.
Las flores, como símbolo del acompañamiento del dolor y del consuelo que habitualmente envuelven los ritos funerarios, estaban ausentes.
“Por las salas de velación transitan cuerpos que nadie llora, que permanecen en la habitación unas horas, por si llega alguien, y que al momento de desaparecer por la puerta del carro fúnebre solo tienen por compañía el operario de turno”.
Esa imagen fría y desolada de una sala de velación en Bogotá bien podría ser la de una en Buenos Aires, Santiago o Ciudad de Panamá o Cuenca.
“Ayer una familia ordenó un servicio funerario para una persona que murió por coronavirus. Le dio neumonía, pero después no aparecieron y el hospital tuvo que ver dónde enterrarlo sin la familia”, le dijo a EFE un trabajador de una funeraria en Guatemala.
En República Dominicana, Nathanael fue internado en el hospital tras haberse contagiado con el virus. Su cuerpo que ya había soportado el trasplante de un riñón, no se recuperó. Al cabo de cinco días lo enterraron sin espacio para los pésames.
El hombre falleció aproximadamente a las 08:00, y a las 15:00 del mismo día ya habían enterrado su cuerpo. Sus hijos aún no se reponen de la pérdida y de la rapidez con que transcurrió todo.
La antropóloga social, Tahira Vargas, duda de que la prohibición de los rituales funerarios se mantenga a largo plazo, pues cree que la gente buscará la forma de hacerlos.
En el país, durante la dictadura de Trujillo y el gobierno de 12 años de Joaquín Balaguer, también se dispusieron medidas similares, en esa oportunidad para controlar a los opositores del Gobierno.
“He sabido que la policía se aparece siempre en los funerales, tratando de que la gente no haga el entierro de manera colectiva, sino que sea lo más rápido posible, evitando que se aglomeren las personas; sin embargo, la gente posentierro hace su actividad”, dijo Vargas .
Las directrices pautadas por el Ministerio de Salud Pública dominicano para el manejo de cadáveres por covid-19 indican que la disposición final debe ser inmediata a su deceso y los velatorios no están permitidos.
El método recomendado es la cremación, no obstante, la Asociación de Funerarios de República Dominicana reportó que de 171 servicios ofrecidos a fallecidos por coronavirus o con sospecha de tener el virus, apenas el 2 % fue cremado.
Paradójicamente en Haití, al otro lado de la isla La Española, los médicos lamentan que muchas personas con el virus llegan demasiado tarde al hospital.
En un territorio de 11 millones de habitantes y poco más de 1.000 instituciones sanitarias, hay centros de salud cuyo personal se ha quedado esperado por más pacientes.
En el país más pobre de América, muchos enfermos no llegan a los centros al dudar del peligro del virus o asustados por los rumores de inyecciones letales administradas a pacientes con coronavirus, reportó la agencia AFP.
“Muerto por covid” parece ser la antesala a que el nombre de esa vida se pierda en el anonimato de las cifras o de la avalancha de casos que parecieran no tener ni nombre ni apellido.
Por eso son notables algunas excepciones en los medios que, a modo de homenaje, han publicado los nombres de las personas muertas por el contagio con el fin de que el valor de la vida no sea avasallado y oculto tras una estadística.
Es el caso de portales como Salud con Lupa en Perú, Revista Semana, El Universal, El País y El Espectador en Colombia, O Globo en Brasil y The New Times en los Estados Unidos.
Hace unos días, la revista The New Yorker, en un intento por dimensionar la tragedia, hacía el siguiente cálculo: para leer el nombre de todas las víctimas de covid-19 en Nueva York, una persona podría demorarse un poco más de 3 días.
Pero la pandemia no solo ha negado las despedidas, también ha traído el dolor adicional de recibir los restos equivocados.
En países como Ecuador las negligencias en el manejo de cadáveres se apilan. Siempre estará el dolor de que por un error, por incapacidad del sistema.
Los familiares murieron solos como si hubieran sido abandonados, y sin la certeza de en dónde reposan sus restos, y de que ese adiós no tuvo los mínimos cuidados que impone cada tradición y creencia.
Enfrentar el dolor de la pérdida de un ser querido en tiempos de pandemia deja profundas huellas en las familias de los que el virus se llevó.
La psicóloga boliviana Marynés Salazar Gutiérrez, afirma que el contexto cultural es un factor determinante a la hora de entender las ritualidades de la vida y la muerte.
Así, por ejemplo, en el ámbito urbano, las personas han tenido que acostumbrarse a entender a la muerte colectiva a través de los entierros masivos. Esto también implica un repensar sobre el ciclo de la vida y de la muerte.
Lucha contra el olvido
Cuauhtémoc de Gyves Pineda no pasó las últimas 24 horas en su hogar para ser velado, nadie estuvo presente para llorarle toda la noche, tampoco se prendieron velas ni se colocaron flores.
La despedida con sus amigos fue a distancia y de forma virtual. Salió del hospital donde falleció la madrugada del 15 de abril y solo cruzó su natal Juchitán para llegar al panteón donde fue sepultado de inmediato.
No lo acompañaron los hombres que rodean el féretro y encabezan la procesión como se acostumbra en los funerales en esa tierra, tampoco acudieron las mujeres que visten con su enagua y huipil oscuro, mucho menos la banda de música.
No rendirle tributo a la muerte pesa para las familias zapotecas. Se fue y no volverá; solo quedan los olores de las flores que todos los días cubren su fotografía en un altar.
En esta región indígena del estado de Oaxaca, el rito de la muerte se ha esfumado para una veintena de familias que hasta el momento han perdido a familiares, en cuyas casas se hacen velorios sin cuerpo.
A 6.000 kilómetros los pueblos originarios de la Amazonía viven su propio drama. Atrapados en una tragedia similar o peor, puesto que aún no terminan de sanar las heridas que dejaron los incendios forestales durante el segundo semestre de 2019.
El 17 de junio se informó del fallecimiento por coronavirus del cacique brasileño Paulo Paikan, líder del movimiento indígena que se opuso a la construcción de una hidroeléctrica en Belo Monte, corazón de la Amazonía.
El grupo Articulación de los Pueblos Indígenas de Brasil (APIB), que rastrea las cifras del coronavirus entre los 900 mil indígenas del país, anunció a finales de junio más de 980 casos confirmados oficialmente y al menos 125 muertos.
Por su parte, la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) detectó en mayo más de 500 casos de covid-19 en una veintena de comunidades indígenas, de las cuales el 75 por ciento está en la Amazonía.
El temor por los ancianos es un común denominador que las tribus indígenas de Colombia comparten con las de Brasil, Ecuador y Perú.
Vulnerables por su edad, en sus comunidades cumplen el rol de guardianes de la historia oral de sus pueblos, de sus saberes y sus rituales, y son autoridades protectoras de ecosistemas amenazados.
En otros lugares, ni las medidas de control más severas, han limitado a los familiares en su intento por acompañar a sus seres queridos hasta su última morada.
Es el caso de Nicaragua, donde se acuñó la expresión de “entierro express”, para denominar la cada vez más extendida práctica de hacer los entierros en la noche, huyendo de los controles del régimen de Daniel Ortega.
En tumbas improvisadas, la ausencia de rituales y ornamento contrasta con la devoción de los pocos familiares que se han visto obligados a estas prácticas.
Otros, abrumados, simplemente dejan caer sus brazos. En Beni, Bolivia, Coralía Guasico esperó 5 horas para que el féretro de su esposo fuera enterrado en el nuevo cementerio habilitado para decesos por covid19.
Al anochecer, el ataúd de Julio Barrios se llenó de mosquitos. Coralía se desesperó ante ese final para quien fue su compañero de vida por casi 20 años.
Finalmente los sepultureros llegaron y le dijeron que lo mejor era que se fuera para la casa y que ellos enterrarían a su esposo en la madrugada cuando llegara el tractor.
El silencio fue el acompañante del funeral fantasma del que no pudieron ser partícipes. El nuevo ritual impuesto bajo la pandemia. (I)