La pandemia, definitivamente, alteró el ritmo de la vida y sus celebraciones como Halloween del 31 de octubre en mi barrio. Desde temprano las madres, después de aprovisionarse de golosinas, preparaban los disfraces para sus niños y decoraban de tétrico la ciudadela, ataviando de esperpentos y parcas las puertas, ventanas, vehículos, árboles y, caída la noche, un desfile de calabazas, brujas, guadañas y otros personajes, tocaban las puertas solicitando caramelos, algarabía que se prolongaba hasta la medianoche.
Reminiscencias del Samhaim de la tradición Celta, que se celebraba al iniciarse el invierno y la siembra, conmemoración que se prologaba por tres días a partir del treinta de octubre, ritual de nacimiento y continuación de la vida, íntimamente ligado a la costumbre de venerar y honrar a los antepasados, presente en innumerables culturas del mundo. Cómo que, en esos días la barrera que separa la vida terrenal del más allá es más tenue y la muerte, como que, parecía levitar en el ambiente, motivando diversas maneras de recordar, honrar y celebrar a sus muertos que, en la tradición cristiana se manifiesta en la conmemoración del Día de Todos los Santos el primero de noviembre y, el Día de los Difuntos, el dos de noviembre.
El Halloween, que se celebra el 31 de octubre, con nuevos elementos culturales incorporados, también rescata de la tradición Celta los colores del bosque en esta estación del año: naranja, negro, ocres, rojos y amarillos, matices que caracterizan la decoración, disfraces y comparsas que, caída la noche, visitan los hogares solicitando un presente, sutil evocación de la generosidad de la tierra, lista a recoger la semilla para germinar la vida; fin del verano y comienzo del invierno, fin de la cosecha e inicio de la siembre; la muerte y la vida, como un eterno retorno. (O)