El Carnaval ha sido siempre una fiesta popular, que ha propiciado el desborde de las pasiones, el estallido del bullicio y de la algarabía. Quizá porque su celebración se ubica en la etapa inmediatamente anterior al inicio de la Cuaresma, el alboroto y las licencias populares son su característica central; ¡cual si la carne necesitaría expresarse a plenitud para luego cumplir la penitencia! El espíritu y la carne, lo religioso y lo profano, el desborde vital y la autoconciencia del ser; una supuesta dicotomía que, en el caso de nuestros pueblos, se resuelve de manera unitaria y diáfana, como dos pilares sobre los que se levanta la concepción de lo humano.
Cada pueblo tiene sus formas propias de leer la realidad circundante y, a partir de esta lectura, elaborar sus especiales respuestas para enfrentar y resolver los desafíos cotidianos. En nuestro país, las celebraciones del Carnaval tienen su concepción, su forma y su ritmo.
Las circunstancias del desarrollo histórico, determinaron que en el campo sus habitantes hayan podido desarrollar sus respuestas culturales, muchas de ellas como verdaderas formas de resistencia por supuesto, más permeable a los procesos de aculturación que han conseguido que, poco a poco, vaya perdiendo su identidad.
Cuenca, como es sabido, ha podido mantener una identidad muy especial, basada en el lento procesamiento de muchos rasgos de lo mejor de su cultura popular y de su rica tradición.
El Carnaval cuencano a pesar de sus desbordes y licencias, que no agradan a todos, ha mantenido un estilo, en el que debe rescatarse básicamente el significado colectivo y familiar, donde tiene un puesto especial el rito de la comida, con platos tan típicos como el “mote-pata”. (O)